Los Rolling Stones volverían a dar un concierto en Hyde Park recordando aquel en la capital inglesa en 1969, días después de la muerte de Brian Jones. Cuando supe de ello, mi amiga Patricia y yo nos entusiasmamos y dijimos que iríamos. Era julio de 2013, pagaríamos el avión y el costo del boleto, que no distaba mucho de los lugares preferenciales del Foro Sol que no pude comprar la primera vez que estuvieron Sus Satánicas Majestades. Nos fuimos a cenar para celebrar nuestra decisión, por la mañana haríamos las gestiones. Era nuestra peregrinación generacional; tocaríamos base con quienes arrullaron nuestra adolescencia y amamantaron nuestra educación sentimental con su ritmo, su desgarre, su voz. Start me up. Al día siguiente nos dimos cuenta que el concierto ya había pasado. La miopía emocional y la complicidad de mi amiga me habían hecho leer la nota equivocadamente. Saber que hubiéramos estado entre la multitud londinense reverenciando a esas cuatro piedras rodantes me confirmaba cuánto estaba dispuesta a hacer por ellos. Todos necesitamos una épica. Ya les había manifestado mi devoción con aquel libro de cuentos Ruby Tuesday no ha muerto. Ellos me la habían devuelto cuando en el segundo concierto que dieron en la Ciudad de México, The Bridges of Babylon, en esos buenísimos lugares que consiguió mi amigo Mauricio, cayó a mis pies la uña que Keith Richards había lanzado por los aires. Una lengua y una boca me recorrían desde el dedo gordo hasta los ojos incrédulos, entre la envidia de los demás y mi regalo posterior al artífice de nuestra estratégica localización tan cerca del grupo, (en la foto del periódico que guardo podemos distinguirnos mi hija mayor y yo). Fue la penúltima vez que los vi como habían sido durante casi 50 años. En una reunión familiar, muy cerca de Navidad, alguien me preguntó qué es lo que me gustaría que me regalaran. Un boleto para el concierto de los Rolling que vienen en marzo, dije. Mis hijas deben haber cruzado miradas y sonreído porque habían acertado. Las tres disfrutamos de América Latina Olé entre una audiencia de contemporáneos suyos y míos.
Ahora tristemente sé que fue la última vez que vi a Charlie Watts, siempre sereno, discreto; el único con el pelo blanco y una sonrisa ladeada. Desentonaba con el cliché del baterista que se descompone y agita la cabeza con cada golpe de las baquetas. A su muerte me entero que vivía en una granja, que seguía casado con la misma mujer desde el 64, que ella cuidaba caballos: que le sobreviven la viuda, una hija y una nieta y que escribió un libro para niños sobre Charlie Parker, además de formar varios grupos de jazz y tocar en espacios íntimos. Tan callada su vida privada, tan claramente músico que la fama nunca lo descolocó.
Alguna vez en una discusión le dijo a Jagger, después de que éste le llamó mi baterista, más bien tú eres mi cantante. Cincuenta años de vida de un grupo no pueden transcurrir sin algún conflicto, pero los Rolling han permanecido contra viento y marea. Han sido nuestra piedra de toque, un referente que no puede desmoronarse. Esa energía derrochada en el escenario y en sus nuevas grabaciones convoca la nuestra. No podemos obtener satisfacción y ellos lo habían expresado por todos. La muerte de Charlie Watts nos enfrenta a la inevitable caducidad de las vidas. Aunque tuviera 80 años, nos descompone; se suponía que los Rolling Stones eran eternos. Con el comienzo del fin colocan a toda una generación frente al paredón. Son nuestro espejo.
Adiós, Charlie Watts.