La madurez referida a una etapa de la vida es un término que me confunde. Tal vez comienza alrededor de los 40, pero termina en algún momento. ¿Qué sigue después de la madurez? ¿A los 60 años de qué etapa estamos hablando? Todo esto porque he escrito sobre un grupo de amigas que celebran sus seis décadas, y eso las coloca de cara a la siguiente década. No son ancianas ni se nombran así, tal vez porque la mente y el cuerpo no registran el paso de los años de la misma manera, o porque la palabra da miedo, es más limpia que vieja, y sin embargo suena elusiva e incorrecta. ¿Añosas? ¿Tercera edad? Nada me convence, nada me gusta. Tal vez no hemos salido del clóset de la dorada juventud o madurez para admitir que el tiempo no está de nuestro lado, pero que lo llevamos puesto, para bien y para mal. Cuando indago en los personajes literarios añosos (el término tiene estatura arbórea), encuentro sin problema protagonistas masculinos icónicos, complejos, y con más dificultad, mujeres. Allí está Lear en primera fila con sus dilemas de pérdida del poder porque sus facultades han disminuido, y con ello su sentido común, o el pescador de El viejo y el mar, de Hemingway, que pone a prueba sus destrezas físicas en la batalla con el pez prendido del anzuelo. La batalla no es con el animal, es con él mismo, con la juventud que se le ha ido y la sabiduría que lo asiste. Los viejos en la literatura tienen esos dilemas frente a las facturas del tiempo y la sabiduría aparece como la ganancia. Kawabata encara la pérdida del papel de jefe de familia con el protagonista de El rumor de la montaña y Hernán Lara Zavala ha escrito recientemente Macho viejo, también en ese sentido.
Hago un esfuerzo por citar protagonistas aedadas (palabra sefardí que aprendí de Myriam Moscona en la entrañable Tela de sevoya, por cierto la abuela, desde los ojos de la niña, es una mujer mayor y cruel). Las viejas en la literatura son locas o malas. La más evidente es La Celestina con oficio de alcahueta, que las mañas de la edad le permiten ejercer. Si acaso pudiéramos pensar en Clarissa Dalloway, resulta que tiene la misma edad que Virginia Woolf cuando escribió la novela, cuarenta y pocos. Claro, la edad es relativa a las épocas y ser adulto mayor en el siglo XXI, cuando la expectativa de vida sobrepasa los 80 , no es lo mismo que en otros siglos. Los mayores de ahora no son los mayores de entonces. Don Quijote, que frisaba los 50 años, era un hombre mayor en el siglo XVII, no un maratonista como puede ocurrir ahora. ¿Qué mujeres literarias memorables frisan los 50 años? Para el amor, las icónicas Ana Karenina y Emma Bovary tienen la juventud que les permite el riesgo, el enamoramiento y dar la vida por ello. El costo de su inconformidad es muy alto. Y allí está Aura, esa anciana-joven, quizás la más clara dualidad de lo grotesco del paso del tiempo, de sus efluvios y confusiones que Carlos Fuentes nos dejó para siempre.
Hay una vieja que se distingue de los colectivos de niños, hombres y mujeres —en ese orden— que descubren al ahogado más hermoso del mundo en el siempre recordado cuento de Gabriel García Márquez. Las mujeres eclipsadas por su corpulencia y sus partes generosas suspiran y fantasean, son incapaces de ponerle un nombre. Solo la vieja que por serlo es menos apasionada (nos dice el narrador) puede llamarle Esteban, porque tiene cara de llevar ese nombre. El tiempo le confiera autoridad.
La película que acabo de ver, basada en la bellísima novela del mismo nombre: Y llovieron pájaros, de la quebequense Jocelyne Saucier (aunque es una buena versión de la novela no ofrece los subrayados que el libro siempre permite), me devuelve una aedada que renace; memorable no por bruja como la madrastra de Blanca Nieves, la Dorian Grey de las mujeres, sino por las decisiones que aún puede tomar. Marie Desnieges a los 76 años estrena nombre y vida entre el trío de ancianos que se ha recluido en el bosque para vivir y morir como a ellos les plazca. Se trata de decisiones y cicatrices, de agradecer la visión del bosque amenazados de incendios. Se trata de paladear la generosidad de vivir con dignidad. Se trata de encontrar la belleza en las palabras anciana, vieja, mujer mayor.