Nos dicen que conectemos con nuestro niño interior. Como si de ahí pudiera manar un candor perdido, una algarabía desenfadada, el aleteo de la curiosidad bajo el polvo. No tuve que hacer mucho esfuerzo para lograrlo. Me explico, tengo el virus de moda y estoy en encierro. Dos dosis de vacuna de por medio atenúan la gravedad (aunque ya deberían habernos puesto la tercera, la efectividad sí disminuye a los seis meses, como reloj). Y resulta que esa niña que enfermó de hepatitis a los nueve años, a la que aludo siempre que narro mi relación con los libros, está más cerca que nunca. Me asomo por la puerta de la recámara en la casa de Coyoacán y la veo tumbada con la mirada perdida en los geranios del balcón. ¡Dos meses!, pienso, …y con nueve años. ¿Cómo puede?, si a mí estas dos semanas ya me están pareciendo una eternidad. ¿En qué piensa? No creo que morir le cruce por la mente. La vida es todo, lo demuestran esas flores. La hepatitis si es grave, si se te ocurre ponerte a brincar, como supo lo hacían algunos niños enfermos porque entonces no había vacuna para la hepatitis A, las consecuencias podían ser nefastas. Desde esta trinchera, desde la puerta del tiempo donde te contemplo, sí pienso en la muerte. La inesperada aparición del virus letal ha arrastrado muchas vidas.
Te miro plácida y aburrida, en tu isla-cama de la cual has dicho te salvó la lectura de Robinson Crusoe y Pepita Gomis que ponía en marcha la televisión a las 3:30 de la tarde. ¿Pero cómo eran tus días? Porque cuando te descubrieron los ojos amarillos y estabas con tus primos y tu madre embarazada de tu hermano menor (que aún no sabían era hermano), todos se tuvieron que inyectar gamaglobulina y a ti te aislaron. Te destinaron platos, vasos y cubiertos sólo para ti. Las sábanas se amarilleaban y deberían ser lavadas por separado. ¿Entraba tu madre a tu habitación? ¿Dejó de darte un beso durante esos dos meses en que no hacías más que crecer dentro del pijama que se te quedaba corto? Debió sufrir tu madre de verte enferma y tener que proteger el buen curso de los seis meses de embarazo. Por aquí, le diría semana a semana a la enfermera que tomaba la muestra de sangre para luego reportar bilirrubinas y transaminasas. Era larga la espera y era largo el día. Lo mejor era el momento en que tu hermana llegaba de la escuela y se sentaba aquí en el quicio de la puerta desde donde ahora te contemplo y te platicaba. Te contaba que había ganado en el Spyro, describía lo que había comido en la lonchería —seguramente salivabas por las trenzas de azúcar—, se quejaba de la tarea que tenía que hacer. Las veo riéndose y tú sintiéndote acompañada desde esa distancia generosa que daba la impresión de tenerla sentada en la cama contigo. Tuvieron que mudarla de recámara, tan acostumbradas que estaban a platicar por las noches hasta que una o la otra caía dormida. Tu padre tan grandote, cuando llegaba por las noches llenaba con su silueta aquel boquete de la puerta y te daba felicidad verlo, como si tuvieras la certeza de que estando ellos nada podía suceder. (Eso le pasa a Nick Adams en un cuento de Hemingway, que aún no has leído, Mónica niña).
Pero desde donde te miro, mis circunstancias son muy diferentes. Me cuido sola. Pero vieras que haberme podido asomar a la niña que, más que llevarla dentro estoy viendo ahí en esa otra dimensión del tiempo que fui yo, me da la fortaleza para saber que se puede sortear el tiempo de espera, la incertidumbre, la adversidad. Así, mirándote, recupero el cuidado que me prodigaron mis padres. Y eso basta. Me regocija y entonces veo, como tú, el color de las flores en el balcón.