Una se pregunta cómo se escriben los libros. Cuando llegan a la casa embalados y llevan tu nombre, refrendando de alguna manera tu identidad, te sorprendes. Te resultan extraños. Afortunadamente. Has vivido con ellos como si fueran mórulas erráticas. Mes tras mes los has sometido a pruebas de malformación, has estado atenta a la talla adecuada, las proporciones. Poco a poco les has visto pies y cabeza; te ha sorprendido el momento en que dan una señal de vida independiente, una pequeña patada en el vientre. Se escribe con el vientre. Es uno de los órganos implicados. Te han quitado el sueño, también te lo han dado en lugares inapropiados. Y luego cuándo ya te cuesta caminar por el peso de llevarlos tanto tiempo contigo, en la incertidumbre de cómo resultarán, si alguien les sonreirá, te empiezas a fastidiar. A dudar si ha sido buena idea tu paciencia. Te preguntas si tendrán una personalidad tal que poco a poco les hagas poca falta, quizás sólo para pasarles el trapo del polvo, para anotar los datos precisos cuando tienes que consignarlos en tu semblanza, inscribirlos, solicitar apoyos, estancias. Te darás cuenta al paso del tiempo que se han vuelto un racimo de criaturas apiñadas en una misma repisa. No les preguntaste si es ese el lugar donde quieren pasar el resto de su vida, y el resto de la tuya, ojalá el resto de las de otros. No dudas que quieren viajar, tienen curiosidad de escucharse en finlandés, cuál es su aspecto en otros alfabetos, qué pasa si los miran de derecha a izquierda. Son ambiciosos, no les basta el mundo de la repisa, y aventureros: quieren probar fortuna con otros que los quieran, que los valoren, que alaben alguna virtud, que les digan qué bien bailas, háblame al oído, no me hieras con tus palabras, tienes cuerpo, me dejas acariciar tu lomo. Quieren ser mirados. Todos queremos.
Respiras agobiada por el peso de tanto tiempo dedicado a que crezcan, y que crezcan bien. No basta con que estén sanos, quieres que sean originales. Que se distingan entre los otros. Que los recuerden por su nombre, y su presencia, y por decir las cosas adecuadas en el momento indicado. O que incomoden a otros, que no sean políticamente correctos. Deseas que no sean uno más del montón. Así que un día salen de tu cuerpo, te liberan de alimentarlos de ti misma, todavía les tienes que dar un empujón hablando de ellos para que otros se les acerquen, los arropen, les den la oportunidad de ser escuchados. Pero lo que nutra tu mirada ya no constituirá su carne de palabras. Y volarán solos o incapaces resentirán su invisibilidad. Tu poca dedicación y el desprecio de los otros. Se cerrará la herida, el vacío que dejan pues no habitan tus noches y tus dudas y tus caminatas y tus hallazgos y tus sueños.
En ocasiones es fácil dejarlos salir, orgullosa de que hayan llegado a término, aunque quedes extenuada. Faltará ver si no habrá algún defecto que pasaste por alto y que salga a la luz después. Sea como sea los reconocerás y les darás tu nombre y apellido, y quedarán así registrados para los trámites del mundo, para la memoria y la digestión de las bibliotecas. Habitarán el mundo de los libros. Cuando tú ya no estés, alguien tal vez los abrace, se acuerde de ellos, incluso evoque tu nombre, o confiese que sabe cómo fueron aquellos días y meses en que nadie conocía su aspecto, ni su andar, su cadencia, ni su voz. Hoy tienes que festejar tu voluntad de que se abran paso en el mundo. No queda más. Sabes que a pesar de las volteretas de la incertidumbre, lo volverás a hacer.