¿Que es la lectura, sino un intercambio de pensamientos entre el escritor y el lector? afirma la escritora inglesa Edith Wharton en El vicio de la lectura (Verdehalago). Me parece una apreciación muy interesante en cuanto al acto de lectura. Tendemos a pensar que mientras leemos nos relacionamos con el libro y el mundo de palabras que el libro propone, pero en realidad estamos abriendo una conversación con el autor y con el acto creativo del escritor. Este puente tiene su misterio, quizás por eso concedemos a los libros esa dignidad, esa complicidad con nuestra educación sentimental y nuestra manera de cincelar experiencias que se añaden a las de la vida misma y que marcan nuestra relación con el mundo; nuestros callados estremecimientos. Mucho de mágico tiene el acto de leer. Aunque se esté frente a un ventanal de la ciudad de México en el siglo XXI, la ficción (me refiero a la narrativa principalmente) nos propone una verdad en un pacto silencioso donde queremos que el mundo narrativo nos convenza de su latido vital. Queremos que transcurra con ese tiempo propio, mientras las horas del reloj siguen su implacable movimiento en una tarde del 2021.

Me sorprende cómo hemos llegado a aceptar con tal naturalidad que aquel artefacto de palabras sobre papel, o sobre pantallas, tenga el poder de transportarnos al siglo de Cervantes y de traer a Cervantes a nuestro tiempo en este doble sentido que siempre es la lectura. Cómo es que no reverenciamos el acto lector en que nos podemos desprender de nosotros mismos para estar al servicio del universo leído, al tiempo que se da una triple conversación: con el texto, con el autor, con nosotros. Quizás observamos la penumbra malva de la tarde como diría Cortázar en “Continuidad de los parques”, donde precisamente su personaje es un lector que se desgaja línea a línea en la trama de la novela y que no sabe que lo implica. El poder de seducción de la lectura, como se ve en este cuento, es mucho mayor que el de la vida real. Ésa parece ser la tesis del autor con quien entablamos esa conversación trenzada al tiempo que leemos y estamos con el punto de vista del personaje y nos asombramos tanto como el finquero sentado en el sillón verde de alto respaldo. ¿A qué edad escribió este cuento Cortázar?, ¿qué idea tenía con esta forma tipo cinta de Moebius tan inextricable? ¿Julio Cortázar poseería un sillón de este tipo en su casa? ¿Vio a su padre leer alguna de estas novelas románticas insulsas que lo arrebataron más allá de la participación en la vida familiar? No nos interesan las respuestas cuando leemos, nos interesa la conversación. Hay un diálogo con nosotros mismos por vía del texto, por vía de la manera en que resucitamos al autor mientras elige las palabras y mira también por la ventana frente a su escritorio y plasma un mapa textual y ficticio que probará suerte y quizás detone este puente escritor-lector donde quiera que sea, en el año que sea. Con razón los libros son templos, dan ganas de ponerles velas, aunque se quemarían, de rodearlos de flores, de apapacharlos como si estuvieran hechos de una piel que es continuación de la del escritor y la nuestra. En ellos, por ese instante de la lectura que se da mientras ocurre, nos fundimos en un pacto de profunda intimidad con un tiempo dedicado a nosotros. Hoy que acaba de pasar el Día del libro y de la Rosa en un San Jorge descatalogado rindamos tributo por un momento al acto lector. A esa plasticidad a la que se refería Wharton entre el libro y el lector. Qué interés tiene cuántos libros se leen al año por habitante, la cantidad no dice nada. Lo que importa es lo que pasa en el pacto lector, es la manera en que construimos un puente desde el escritor hacia ese papel virtuoso, que también es un arte, del lector.

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