¿Me pregunto si terminar y comenzar producen una emoción semejante? A nuestras espaldas, el pasado para el que la despedida de año es un ritual necesario, casi purificador. Reconocer el peso de los meses y los haceres, alegrías o pérdidas para embalarlas y darles digna colocación en la estantería del camino recorrido. De cara a nosotros, el por venir. Así, en dos palabras cargadas de incertidumbre, aventura y riesgos. El comienzo siempre exige temeridad, poner un pie en la arena movediza de la imperturbable rotación de la Tierra alrededor del Sol. Tantear. Proponer una ruta. Entrar en el juego. A veces resulta necesario reconocer acontecimientos inamovibles para los que las fechas ya están dispuestas, viajes deseados para los que se reservan alojamientos, transporte, se sospecha el equipaje. Paradas reconocibles en el río ancho de la novedad que se abre frente a nosotros con su clamor vital. Un año nuevo. Y yo braceando para llegar a la otra orilla, a su término que hoy me parece distante y que al cabo de 365 días contemplaré con cierto azoro de ya estar en ese punto del recorrido. Un año más. Pero hoy es todavía un año menos y me pregunto si otros escritores harán como yo. Comenzar un proyecto de escritura con las cabañuelas de enero, o a partir del 12, cuando ya el año tomó ritmo. Porque la escritura requiere de calendario. De zarpar y de arribar. ¿Hay quien comience una novela en diciembre? ¿O más bien quien cierre una versión de la misma o de una parte de la misma en ese mes o reúna los cuentos para un libro?

Me es necesario llevar el ciclo astronómico a la mesa de escritura. Inaugurar libretas. De entre las que me regalan escojo la amarilla rollingstonera de este año para asentar mi nombre y el año. También para anotar su procedencia. En realidad escribir es fundar un mundo de palabras para poder andar, para mirar, para dialogar e intentar asentar la perplejidad. Por eso el comienzo del año es buen momento para embarcarse, hacer como si el viento corriera a favor y el horizonte luciera despejado. A lo mejor es sólo una ficción, pero quién no vive de ficciones, sobre todo si las construye como el pan nuestro de cada día, como hacemos quienes escribimos cuentos balsas, novelas islas. Desde el arranque de un 2020 proporcionado en su cifra, con cierta estatura estética que invita a la invención de hitos, cosas que sucederán que debieran ser equilibradas y bellas y justas como ese número, desde la costa oaxaqueña me da por pensar que Robinson Crusoe no sólo fue mi lectura fundacional en la cama de hepatitis, si no el espíritu mismo de la escritura. Como náufragos de un porvenir que aún no existe pues se edifica palabra a palabra cuando se escribe, necesitamos reconocer la geografía de nuestro territorio narrativo, sus límites, y sólo acertamos a descubrirlos a cabalidad cuando lo recorremos todo, cuando abarcamos la isla novela, aunque algunos detalles han sido pasados por alto y requieran un recorrido más minucioso. Toda novela es recorrido y hambre. ¿Dónde está el centro de lo que escribimos, se preguntaría Pamuk? Hambre de saber, de acertar a descubrir el conflicto esencial sin desnudarlo todo, sin que la obviedad opaque el misterio que debe latir en todo libro que se relee una y otra vez como la isla que se recorre cada vez deseando que el lector nos salve. Escribimos haciendo señales de humo desde nuestra soledad errabunda, fiambres al garete (diría García Márquez), para que alguien atisbe esa isla donde encallamos con la imaginación por brújula, esgrimiendo estrategias narrativas, detalles, luces, metáforas para armar un mundo posible. Nos sostiene el deseo de encontrar otro que reconozca en ese horizonte desnudo las palabras humo que evocan una isla, un hombre, su hambre, su amigo; un espíritu sediento y compañero, que se rinda a las palabras y su provocación y habite esa novela isla, espejismo para mirarnos mejor.

Comienzo el año como náufraga de un mundo de palabras apenas piedra por vestir. Asiento la primera oración. Y abro la puerta de la escritura 2020. Respiro el arrebato del comienzo. Y lo comparto.

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