Un periódico recoge la simultaneidad de los hechos, lo que es imposible atestiguar para uno solo; el acontecer en todos lados incluso a la misma hora. Un texto por si solo es difícil que lo haga, el documental tendría más oportunidad, pero la novela necesita el paso del tiempo o la muletilla y mientras tanto… para poder contar lo que en otro espacio sucede sin que los personajes lo sepan. Virginia Woolf quiso crear el tapiz de un solo día con La señora Dalloway, 12 horas en la vida de Clarissa donde sus pasos por Londres para terminar en el festejo de la noche, van pasando la estafeta a distintos personajes, o convocando recuerdos en su cabeza. Una vida en doce días, Londres en esas horas, la Inglaterra después de la primera guerra mundial en ese paseo. Interesante alcance novelístico en ese manejo del tiempo y el espacio y sin embargo la simultaneidad se escapa, aunque está muy próxima por lo menos entre presente y pasado, cuando la mente dialoga con otro tiempo.

Lo luminoso y lo oscuro pueden convivir en un espacio sin que lo sepamos. Aquí en la Ciudad de México. La muerte de José José ha dolido porque con ella se nos muere un tiempo además del Príncipe de la canción. Por eso los homenajes, el paseo concurrido desde Bellas Artes, pasando por Clavería al Panteón francés. Verlo pasar es ver nuestro propio paso, cómo irrumpió en el paisaje emocional cuando nos sembró El triste en el alma. Y de allí en adelante nos acarició con su tristeza en amores, y tanto se nos metió que el otro día que leía en un programa de radio en español en Los Ángeles (como parte del festival LéaLa) un fragmento de un cuento mío, me tropecé con él, porque mis personajes también lo hicieron en “Ladies Bar”. Quería tocar bajo esa falda, encontrar la humedad viscosa de esa mujer que se ofrecía a ella, a Eduardo, al que bailaba con ella, al que ponía a José José en la rockola para acabar con el fuego, para traer un gavilán o paloma y frenar el vuelo que Mayra había alcanzado.

Una noche de cena en mi casa me sorprendieron Eduardo Antonio Parra, David Toscana y Xavier Velasco que se echaron un mano a mano cantando una tras otra las canciones del Príncipe. Se sabían todas (y cantaban bien).

Las canciones de José José nos siguen aliviando el alma, mientras la calle nos roba el sosiego y en un descuido hasta la vida.

La pareja se detuvo en una esquina para dejar pasar a los transeúntes, el conductor del vehículo detrás se exasperó y tocó el claxon; cuando los rebasó, la chica de la pareja, indignada por la falta de civilidad, le hizo una seña obscena. (Uno se pregunta cómo es que hay que reaccionar ante un insolente que urge con sus claxonazos al arrollo de los peatones). El conductor entonces olvidó la prisa y se echó en reversa para emparejárseles y decirles Por eso los matan. Sin saber cómo digerir aquella porfía, los jóvenes siguieron adelante cuando observaron que los esperaba en la esquina siguiente. ¿Llevaba un arma? Porque aquellas palabras eran una amenaza. En todo caso el que merecía el castigo era él por su descortesía frente a los que cruzaban la calle. (La chica pensó que no se podía actuar ya intempestivamente, gritar imbécil y cosas peores, o levantar la mano, o decir que alguien rebuzna; la chica supo que había que aguantar el maltrato, agachar la cabeza porque en efecto los podían matar por responder, por picar la cresta de un bravucón.) Se dieron la vuelta y vieron una patrulla en la esquina, bajaron la velocidad y esperaron un rato por si el de la amenaza volvía a aparecer. El cuerpo tembloroso, la realidad les revelaba el campo minado de la ciudad donde alguien legitimaba la violencia con una sentencia: Por eso los matan.

Dos realidades simultáneas que se suman a otras tantas que aquí a la vuelta suceden: el secuestro de choferes que se premia con plazas, el paro de las universidades en el país que se castiga con la indiferencia. Yo, como Gil Gamés, a veces no entiendo nada. Por lo pronto mejor cantamos “El triste” y nos abstenemos de las reacciones intempestivas, no vaya a ser que cualquiera encuentre justificación para ejercer la violencia.

El 14 de octubre es el Día de la Escritora que hace visibles y reconoce la tarea lenta y tenaz de quienes salieron de la esfera privada a la pública, de quienes se escondieron bajo nombres de hombre para ser vistas, de quienes escribieron a contra corriente sin habitación propia ni un ingreso, de quienes se la han jugado en la arena de la imaginación y el riesgo de crear mundos de palabras que nombran, visibilizan, provocan, crean belleza y son referencia para comprender este mundo que necesita de las múltiples miradas desde todas las experiencias. Aquí los honores para algunas de las que ya no están, pero que me hicieron soñar con ser escritora: Elena Fortún, Jane Austen, Evelyn Waugh, Mercé Rodoreda, Carmen Martín Gaite, Flannery O’Connor, Mary McCarthy, Katherine Mansfield, Carson McCullers, Katherine Anne Porter, Inés Arredondo, Rosario Castellanos, la recién descubierta Lucía Berlin.

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