Para César Gutiérrez

Dice que unos minutos salvaron su vida, y la de casi todos en la secundaria.

Dice que entraban a las 7:20 y que cuando tembló casi todos estaban en el patio.

Dice que llevaba el suéter verde del uniforme y que vivía cerca de avenida Chapultepec.

Dice que allí estudió Octavio Paz.

Dice que uno de sus compañeros subió antes la escalera al piso donde estaba el salón, pues usaba muletas y su mamá lo tenía que acompañar.

Dice que algunos otros también. Al principio no estuvo muy claro quiénes.

Dice que al principio no estuvo muy claro nada. Era como una película inesperada.

Dice que les asustó el ruido muy grande que siguió al movimiento. Y la vista de una de las alas del edificio vencidas.

Dice que tardaron cuatro horas en salir de la escuela. Que desde afuera quien sabe quiénes y desde adentro los maestros y los de intendencia movían piedras para salir.

Dice que cuando hubo un agujero suficientemente amplio treparon entre las piedras y salieron a avenida Chapultepec.

No dice cómo era la luz y el polvo allá afuera ni si se escuchaba el ruido de las sirenas.

No dice si estaban sus padres en la calle, ansiosos, desesperados por saber cuáles eran los daños.

No dice si se abrazaron y lloraron, y si había otros que se quedaron con los brazos caídos, porque entre las cabezas llenas de polvo, entre los ojos cuarteados, las mochilas a la espalda y los uniformes sucios no estaba el suyo.

No dice quiénes fueron los otros siete muertos.

No dice que la maestra de primero se descompuso y que con su palidez no acertaba a dirigir a los alumnos hacia algún sitio. Que en vez de moverse sacó un tubo de labios y se pintó la boca. No dice que no había sitio. Que el patio era un sitio, por un rato.

No dice que si hubiera sido lunes y no jueves, la ceremonia de la bandera que tanto detestaba hubiera impedido que subieran antes los que tardaban más.

No dice que cuando estaban en el patio entre algunos gritos y confusión miró a Leticia, la de las pecas en la cara, y pensó en acercarse. Sus ojos de animal asustado se cruzaron con los de él, y luego le vio el llanto. No dice que vio la canasta de básquet como un triste testigo de lo que ya no iba a pasar en ese patio, no de la misma manera, no mientras ellos estuvieran allí.

No dice cuántos días después supieron que uno de sus compañeros había perdido a la familia entera, que se había quedado solo de golpe. No dice que él sintió alivio de no tener ese mismo destino, tener que ganarse la vida, vender hot dogs en el Parque del Seguro Social.

No dice que cuando se lo encontró allí había olvidado que era el lugar donde llevaron a los muertos sin identificar en los días que sucedieron al temblor. No dice que le dio pudor que le gustara el beisbol y que disfrutara los asientos que el compañero huérfano le conseguía. No dice que pensó que aquel muchacho era más poderoso que él, porque trabajaba en el mismo sitio donde, si acaso tuvo la oportunidad, fue a decir los nombres de los cuerpos mudos de sus padres. No dice que le dio envidia que pudiera ver gratis todos los juegos de la serie.

No dice que le dolió que se acabara el beisbol en ese diamante porque su afición seguía. No dice que extraña los hot dogs, a los Diablos rojos y la cara de su amigo, satisfecho por haberle dado un buen lugar en las gradas.

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