Hace unos días, los ministros de finanzas y presidentes de bancos centrales de más de 191 países se reunieron en Washington DC. Esta reunión la organizan anualmente el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

Este año un fantasma recorrió esos pasillos: el de la desglobalización. La ola global de populismo, las fricciones comerciales, las restricciones a la inversión extranjera y la hostilidad hacia la inmigración ha venido ganando terreno. El proteccionismo está en auge.

Esto hay que lamentarlo, porque a pesar de las frecuentes denuncias contra el comercio internacional, la experiencia con el proteccionismo es mucho peor: el empobrecimiento de todos, sobre todo de los más vulnerables.

Esto no quiere decir que la globalización carezca de defectos. Entre sus principales fallas están el haber contribuido a la desigualdad en la distribución de la riqueza y los ingresos y el no haber ofrecido, hasta ahora, respuestas a gran escala para contener la emergencia climática. Esto, sin embargo, no debe impulsar a los gobiernos a adoptar posturas proteccionistas y aislacionistas. Más bien hay que trabajar para corregir estos problemas sin perder los beneficios generados por el comercio entre naciones.

Las barreras comerciales, manifestación principal de la desglobalización económica en marcha, se presentan en forma de aranceles y regulaciones que entraban el comercio. En Estados Unidos, muchos de los aranceles impuestos por Donald Trump durante su presidencia fueron sigilosamente mantenidos por Joe Biden, prueba clara de que en este ambiente político nadie se atreve a enarbolar la bandera de la liberalización comercial. En estos tiempos, calificar a alguien de “globalista” es un insulto.

La desglobalización no solo afecta a la movilidad de bienes y capitales, sino también al de las personas. El cierre de fronteras y las políticas anti-migratorias reflejan otro aspecto de este retroceso. En Estados Unidos y Europa, se ha instalado un clima político en el que se demoniza la inmigración y se asocian los flujos migratorios con amenazas a la seguridad, y a la estabilidad económica. Esto se traduce en un trato más restrictivo hacia los migrantes, a quienes a menudo se utiliza como chivos expiatorios de problemas económicos y sociales que nada tienen que ver con ellos. El cierre de fronteras se convierte en un símbolo más de la desglobalización, y quienes más sufren son los más vulnerables, que huyen de crisis humanitarias y colapsos económicos solo para enfrentarse a nuevos obstáculos.

Las consecuencias de la desglobalización se irán acumulando poco a poco. A medida que las barreras al comercio, la inversión y la movilidad de personas aumentan, las cadenas de suministro globales se fragmentan, los precios suben y las economías de los países en desarrollo, se vuelven más vulnerables.

Los trabajadores y las pequeñas empresas, que dependen de un flujo constante de bienes y capital, se ven atrapados en el fuego cruzado, enfrentando la incertidumbre de un sistema económico que se vuelve cada vez más cerrado y excluyente. La desglobalización también lleva consigo un costo social que se verá solo con el tiempo. Quienes alguna vez prosperaron gracias al comercio internacional enfrentarán el estancamiento, el desempleo y la falta de oportunidades. Aún estamos a tiempo de cambiar de rumbo. Revertir estas tendencias y restaurar un enfoque de cooperación internacional, que incluya tanto el comercio, como la inversión y la movilidad humana, podría evitar un empobrecimiento generalizado y devolver al mundo a un camino de prosperidad compartida. El reto es reconocer el error que estamos cometiendo antes de que sea demasiado tarde.

Miembro distinguido del Carnegie Endowment for International Peace

@moisesnaim

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