La condena penal al expresidente estadounidense Donald Trump por falsificación de documentos pone a la principal potencia económica y militar del mundo en camino a la anarquía. Ello se debe, en gran medida, a la estrategia mediática, política y legal que Trump ha adoptado para salvarse de la cárcel y llegar de nuevo a la presidencia. Su apuesta es que la manipulación de las reglas del Estado de derecho y el feroz ataque contra las instituciones y leyes le permitirá neutralizar los múltiples juicios que hay en su contra. Es una estrategia que fomenta la desconfianza y nutre la anarquía.
Los países en los cuales los ciudadanos confían unos en otros, y todos en sus instituciones, son más prósperos y estables que en aquellos donde reina la desconfianza. Y, según muchos estudios de opinión, los estadounidenses tienen cada vez menos confianza en sus conciudadanos y en sus instituciones. La estrategia de Trump encaja en esa tendencia, y la agrava. La defenestración reputacional de jueces, magistrados, funcionarios públicos, testigos e instituciones es el objetivo central de Trump y sus aliados. Esta estrategia se apoya no solo en la conducta del expresidente sino que también se amplifica por la masiva utilización de las redes sociales y la desconfianza generalizada que reina en estos tiempos.
En 1972, las encuestas del National Opinion Research Center de la Universidad de Chicago encontraron que más del 45% de los americanos pensaban que la mayoría de la gente era digna de confianza. Para el 2006, ese número había caído al 30%. La desconfianza es particularmente grave entre los jóvenes: en 2019, el 73% de los menores de 30 años estaba de acuerdo en que “la mayoría de las veces, la gente solo se preocupa por sí misma”. Un número similar opinaba que “la mayoría de la gente se aprovecharía de ti si tuviesen la oportunidad”.
Los estadounidenses no confían unos en otros, y tampoco en su gobierno. Según el Pew Research Trust en los años 60 el 77% de ellos pensaban que el gobierno merecía su confianza, pero en 2023, la proporción apenas llegaba al 16%. Gallup, por su parte, muestra que solo la mitad de los estadounidenses cree que el sistema de justicia penal en su país es justo.
Peor aún, la desconfianza se ha polarizado. Hoy 73% de los republicanos afirman que las religiones actúan buscando el bien de Estados Unidos, pero solo el 45% de los demócratas están de acuerdo. Brechas parecidas se abren cuando se les pregunta sobre las escuelas, las universidades y los sindicatos. Y lo más grave, la misma situación afecta a la Corte Suprema de Justicia: en ella expresa confianza 68% de los republicanos, más solo 24% de los demócratas.
A los países que caen en esta dinámica no les va bien. Italia es un buen ejemplo de esto. Allí, por muchos años, un carismático líder político socavó gravemente la confianza en tribunales y jueces. El impacto fue nefasto. En sus 30 años de vida pública, a Silvio Berlusconi se lo enjuició por un sin número de crímenes: evasión fiscal, sobornos, falsear la contabilidad de sus empresas, abuso de poder y otros más. En 2008, Berlusconi enfrentaba 12 casos penales y 8 civiles al mismo tiempo.
En vez de defenderse en cada caso con base en hechos verificables y argumentos legales, Berlusconi optó siempre por atacar a las instituciones que lo investigaban. En vez de perderse en los recónditos detalles legales en su contra, se dedicó a atacar a jueces y magistrados, tildándolos de comunistas y corruptos y cuestionando la legitimidad del poder judicial.
Siendo la principal figura política de su país, Berlusconi logró convertir el desprecio por la justicia en un valor fundamental para su coalición. En Italia, ser “di destra” (de derecha) terminó siendo para muchos una identidad basada en la desconfianza en los jueces, los tribunales y el estado en general.
Cuando la polarización se despliega desprestigiando a las instituciones fundamentales del estado, se hace tóxica. ¿Qué italiano de derechas en su buen juicio iba a querer pagar sus impuestos cuando el presidente del gobierno le decía día tras día por radio y televisión que las instituciones que se los cobraban eran en sí corruptas? ¿Quién iba a respetar la ley cuando el presidente del consiglio aseguraba que la ley misma no era más que un complot de los comunistas?
La desconfianza generalizada es una grave condición preexistente en la sociedad norteamericana y Trump la ha estado utilizando con maestría y desenfreno para lograr sus objetivos. Muchos están dispuestos a seguirlo por ese camino, sin darse cuenta de que al colapsar la confianza en las instituciones lo que resultará no es una victoria política para ellos, sino la anarquía para todos.
Miembro distinguido del Carnegie Endowment for International Peace
@moisesnaim