Texto: Ruth Gómez y Carlos Villasana
En décadas pasadas en México era común ver trabajar a menores de edad en el centro de la capital , aquellos niños se ocupaban en diversos oficios, dependiendo la condición social de cada familia.
En los años 50 del siglo XX, los más humildes trabajaban como mozos, botones, repartidores, mandaderos y periodiqueros (también conocidos como papeleritos), boleros, chicleros y globeros. Las niñas lavaban ropa y se contrataban como nanas y trabajadoras domésticas.
Niños y niñas de un nivel un poco más alto podían ser ayudantes en las tiendas (no mercados) o negocios; también se les veía como gritones de la Lotería .
Para las generaciones que hoy en día son abuelos o padres, esto solía verse como normal y era una forma de apoyar a la economía familiar . En caso de tener hijas mayores, se acostumbraba a que ayudaran con la crianza de los hermanos más pequeños.
De acuerdo con la socióloga Olivia Domínguez, el trabajo infantil ha sido parte de los usos y costumbres en México y muchos países del mundo:
“En particular los que corresponden al llamado Sur Global desde hace muchas generaciones, principalmente en contextos rurales, aunque con las migraciones a los espacios urbanos, se ha seguido reproduciendo, sobre todo en lo que corresponde al ámbito de la economía informal.”
En la actualidad, a pesar de que existen severas regulaciones a nivel nacional e internacional, el trabajo y explotación infantil siguen existiendo “ya no en los esquemas laborales formales —como lo fue durante el siglo XIX— sino en la economía informal y en el trabajo familiar auxiliar , que corresponde a la contribución con tiempo de trabajo en los negocios familiares y por el cual, por lo general no se recibe paga alguna”.
El trabajo infantil es una práctica común en las calles de México. Aquí un par de imágenes de niños trabajando en una ladrillera en los años 90. Crédito: Archivo EL UNIVERSAL.
Los trabajos de Carmen en el Centro de antes
El día que Carmen García terminó su último año en la Escuela Primaria República de Honduras, ubicada en la colonia Guerrero de la capital, su hermana se le acercó y le dijo: “fíjate que ya tienes empleo para ayudar a la familia ”. Ella tenía 13 años.
Aquellos años 50 estaban por iniciar, ella cuenta en entrevista que no tomó con desagrado la idea y comenzó a trabajar en una rosticería y bar llamado “Paolo”, en la esquina de Gante y 16 de septiembre en el Centro Histórico .
Rosticería y Bar “Paolo”, en la esquina de 16 de Septiembre y Gante, en 1968. Hoy en día es un local de comida argentina. Imagen antigua: Archivo Fotográfico EL UNIVERSAL y la actual fue tomada de Google Maps. Diseño web: Rodrigo Romano.
En esa época era común que la gente trabajara desde muy joven; en el caso de Carmen, oriunda de la colonia Guerrero, su familia la conformaban cinco hermanas, su papá y su mamá. Su hermana, quien le consiguió el empleo, también trabajaba en “Paolo”, era la encargada de la preparación de bocadillos y Carmen, al ser pequeña, trabajó en diferentes áreas del restaurante.
Por ser su primer empleo, Carmen recibía un pago de 31.50 pesos a la semana, que era el sueldo mínimo y como uniforme sólo tenían que portar un mandil con holanes.
El sobre con su pago lo entregaba a su mamá quien decidía cuánto dinero tendría al final de la semana. Recuerda que con su primera remuneración se compró zapatos, “ahí empezó mi vicio por ellos”, poderse comprar lo que le gustaba le provocaba mucha alegría.
“Era una ciudad y un Centro muy distinto…varios de mis familiares trabajaban en la zona y había veces que mi papá nos llevaba a caminar a la Alameda o San Fernando hasta altas horas de la noche y nada pasaba. Creo que era una sociedad un tanto más tranquila, sin tanto robo o cosa fea”, dice.
“En esos días no se le conocía así, como Centro Histórico , era sólo ‘el Centro’, comenta Carmen, 'Paolo' estaba ubicado en una calle muy transitada y quedaban cerca lugares muy concurridos como el famoso restaurante 'Prendes', la panadería 'La Ideal', un bar llamado 'La Cucaracha' —al que iba todo tipo de gente—, la Compañía de Luz, el Cinema Palacio y una iglesia metodista que hasta ahora existe”, narra Carmen.
A la derecha, en el edificio color claro se observa el letrero del Cinema Palacio”en la década de los 40. Los automóviles de la época lucen estacionados y en tránsito en la Avenida Cinco de Mayo. Colección Carlos Villasana.
Muy cerca de “Paolo” había una cantina que “era el azote”, porque muchos trabajadores de la zona la llenaban unos minutos después de la salida del trabajo; en la actualidad existe, sobre Venustiano Carranza, un salón que se llama “Salón Luz” en referencia a la Compañía de Luz.
Carmen recuerda que el “boom” de la zona era que existía un estacionamiento de tres pisos —que sigue en pie— en el que los conductores daban las llaves a un chofer para que lo estacionara en los pisos de arriba: “era lo más moderno que existía en esos tiempos con referencia a estacionamientos”.
Edificio del estacionamiento “Gante”, en el Centro de la capital año 1951, diseñado por el arquitecto José Villagrán García. La planta baja, cerrada con grandes ventanales, alberga los salones de exposición proyectados por el arquitecto Juan Sordo Madaleno para la compañía D. M. Nacional, una fábrica de muebles de acero. Colección Carlos Villasana / Una vida moderna.
“Paolo” era propiedad de una familia española y vendían, además de pollos asados y rostizados, pasta que preparaban ahí mismo. A través de un pasillo se conectaba el bar, al que llegaron a acudir actores o personalidades del momento que atendía uno de los dueños, Pablo Álvarez, según recuerda Carmen, siempre vestía elegante.
Don Pablo —como lo llamó Carmen— había comprado el bar a unos italianos. Su primera jefa fue una española que la trató muy bien, tanto así que Carmen la vio como una segunda madre ya que siempre la cuidó y procuró; la apodó “la chavalita”, sobrenombre por el que sería llamada todos los años que trabajó ahí.
Relata que un día los españoles le pidieron a su hermana ir a registrar y enviar un cheque a uno de sus familiares que residía en España; ella olvidó hacer el registro y sólo metió el sobre al buzón. Al regresar, sus jefes le solicitaron el comprobante de registro para archivarlo:
“Mi hermana fue corriendo al Palacio Postal , donde trabajaba mi papá y le pidió que la ayudara. Lo cierto es que una vez que echas el sobre al buzón ya no hay nada que pudieras hacer, pero mi papá al verla y por lo delicado del asunto fue al buzón, rescató el sobre y llevó a mi hermana a registrarlo. A pesar de que no se podía, nadie se metía con mi papá porque había sido parte de la Revolución y tenía mucho carácter”.
Carmen trabajó como cajera entre 3 o 5 años, con un horario de 12 a 8; con mucha organización en sus horarios empezó a estudiar la carrera técnica de secretaria bilingüe en una academia.
“Ahí (en Paolo), con mis pocos años y mi presunción, le dije a la española que le pusieran al estante de los vinos un letrero que dijera 'English spoken here' y, por supuesto, quería un poco más de sueldo, entonces hicieron ellos su berrinche y yo también… Terminé yéndome”.
Carmen cuando tenía 13 años afuera de la Rosticería “Paolo” en el Centro, años 50. Crédito: Carmen/Cortesía.
Un trabajo de gran responsabilidad
A pesar de haber terminado su relación laboral con “Paolo”, Carmen no dejó de trabajar en el Centro; que a su parecer era una belleza: tenía edificios hermosos y también estaba cerca el Cine Olimpia y un café con ese mismo nombre, que estaba abierto las 24 horas. Su segundo empleo fue en una joyería en la calle de Bolívar llamada “Casa Borda”.
Su hermana, quien también había dejado de trabajar en “Paolo”, fue un día por ella a la joyería y le pidió que la acompañara a hacer una solicitud en la cafetería “ La Blanca ” ubicada en 5 de Mayo. Ambas fueron y Carmen, a sus 19 años, se entrevistó con los socios del negocio quienes le ofrecieron trabajo y le dijeron que ella atendería la caja.
Barra del Café “La Blanca” fundado como lechería en 1915 y en 1943 se estableció como café ya con más servicios en el local que se encuentra hasta hoy en día. Crédito: Página oficial “La Blanca”.
Estar a cargo de la caja tenía gran responsabilidad , ya que se manejaba el dinero que entraba día a día y, en una caja distinta, un ingreso mensual. Una vez cada seis meses, Carmen tenía que llegar a “La Blanca” muy temprano para poder hacer “corte” de la caja grande , que era una caja con maquinaria especial en el que no sólo se guardaba efectivo, sino también joyas o pertenencias de gente que dejaba objetos “a cuenta” cuando no tenía dinero para pagar.
“Eran unas cajas (de seguridad) gigantes de marca Mosler, tenían una combinación para abrirla y cerrarla. Me distinguieron en varias ocasiones con el corte de caja grande, recuerdo que había dólares, muchos billetes o joyas o cosas que la gente dejaba porque no tenían efectivo. Yo anotaba todo lo que sacábamos y todo lo que devolvíamos, para ver si coincidía”.
Esos días empezaba entre las 5:00 o 5:30 de la mañana, antes de que “La Blanca” abriera sus puertas; Carmen comenta que desde que empezó a trabajar solía usar el tranvía que conectaba al Centro con la colonia Guerrero; sin embargo, en estas ocasiones había dos rutas: el tranvía, donde a la bajada la esperaban sus jefes o “enviándola” por seguridad en un taxi de su casa a la cafetería. Para ella, que le solicitaran hacer el corte, significaba que le tenían una confianza especial.
Niños empacadores o cargadores de mercancía “cerillos” en una tienda de autoservicio en 1992. Crédito: Archivo EL UNIVERSAL.
Carmen comenta que, quizás, a diferencia de algunos trabajos de la actualidad, antes se desarrollaba una confianza muy particular en los centros de trabajo; especialmente con aquellos donde se manejaba dinero. Además que los menores de edad podían viajar sin tanta preocupación solos en el transporte.
“Era buena con los números y me llevaba bien con mis jefes y mis compañeros. Cuando todo salía bien con la caja, mi jefe me deslizaba un billete de 100 como premio. ¡Era muchísimo dinero! Ahí conocí a quien fue mi esposo, que falleció hace tiempo. Duramos tres años de novios y después nos casamos”, compartió.
La Fuente de Venus, ubicada en la Alameda Central, y sus alrededores en la década de los cincuenta, sitio en el que Carmen recuerda caminó con quien luego fuera su esposo. Esta obra fue creada por la casa Val d'Osne a partir del diseño del escultor Mathurin Moreau, y se instaló aquí en el siglo XIX; en el fondo destaca la Torre Latinoamericana en construcción. Colección Carlos Villasana
Tranvía sobre la Avenida Hidalgo en los años cincuenta, década en la que Carmen y muchos niños más iniciaron su vida laboral. Colección Carlos Villasana.
Comparte para este diario que nunca sintió molestia o injusticia por haber trabajado desde pequeña, porque gracias a su buen carácter tenía buena relación con todos y, en “Paolo”, su jefa hasta la llevaba a caminar o a tomar una soda en algún café.
La posibilidad de manejar dinero desde pequeña le enseñó lo que era la responsabilidad y cómo empezar a lidiar con los bancos, porque hacía depósitos con frecuencia.
Carmen seguía visitando “La Blanca” cada vez que iba al Centro y recuerda que la última vez vio sobre un mostrador las cajas registradoras que han tenido a lo largo de años, incluso la que ella usaba.
Pequeños voceadores
La historia de los hermanos Gómez es distinta, ellos trabajaron como niños repartidores de periódicos cuando tenían 16, 13 y 9 años. A diferencia de Carmen, lo hacían cuando tenían temporadas vacacionales , por lo que, dicen, lo tomaban como “un juego”.
El trabajo consistía en ir por las mañanas a la zona de Balderas, a la altura de la Ciudadela, a comprar y acomodar periódicos para después irlos a vender a puestos por la colonia Ramos Millán, en la actual alcaldía de Iztacalco.
Los locales eran propiedad de los arrendatarios de la casa de sus tíos, quienes les ofrecían un pago de 3 pesos diarios de aquél entonces.
Pasaban por ellos alrededor de las 5 de la mañana para llevarlos a comprar las secciones de los periódicos: "recuerdo que se vendían por separado y nosotros teníamos que ordenarlos. Era divertido ver cómo iban tomando forma".
Niño voceador con un periódico de La Prensa. Archivo: EL UNIVERSAL.
No recuerdan con exactitud cómo era el Centro de aquellos años, ya que al ser de madrugada y con la rapidez que debían hacer su trabajo no ponían atención a detalle y además eran pequeños.
Una vez listos, los señores les invitaban un café con leche de desayuno y los transportaban a la colonia Ramos Millán, para que colocaran los puestos entre las 8 y 9 de la mañana.
Aunado a los periódicos, los dueños de los locales les daban paquetes de otras revistas de la época para que tuvieran variedad. Las ventas terminaban alrededor de las 2 de la tarde y era el momento de "hacer cuentas".
Su pago no se lo daban a sus padres, lo gastaban en dulces o en la comida que se les antojara, aunque también para juegos como "taconazo":
"Nunca nos sentimos explotados o algo similar, lo dejábamos cuando volvíamos a la escuela y a mis papás les daba gusto vernos contentos por ello", recuerda.
Niña vendiendo refrescos en alguna calle de la capital en 1983, en la otra imagen vemos a otros dos niños vendiendo cigarros en la banqueta en el año de 1991. Amabas son del Archivo de EL UNIVERSAL.
Para la socióloga Olivia Domínguez, aunque ciertos países cuentan con regulaciones que permiten que los adolescentes trabajen en periodos vacacionales, sobre todo, para generar responsabilidades y brindarles experiencia, en el panorama nacional no pareciera cercano tener este tipo de esquemas debido a que “un aspecto es el que define el Estado a través de las políticas públicas, otro más la realidad social que siempre te golpea”.
Sin embargo, en casos donde menores de edad de 16 y 17 años quisieran trabajar por iniciativa propia, lo óptimo sería que lo hicieran con la aprobación y supervisión de sus padres, para que sean ellos quienes detecten y, si es pertinente, denuncien en caso de que sus derechos humanos llegaran a ser vulnerados por los empleadores.
Aun cuando hay legislación que prohíbe el trabajo formal infantil, en épocas como Navidad o Día de Reyes, es común ver en la zona de la Plaza de la República, en el Monumento a la Revolución, varios puestos atendidos por menores en el sector informal y como parte de la ayuda a la economía familiar. Los mismo ocurre en muchos cruces de avenidas, calles o banquetas. Crédito: Archivo EL UNIVERSAL.
En la fotografía principal, niños voceadores sobre la calle de Bucareli a principios de los años 80. Archivo EL UNIVERSAL.