Desde las ruinas del Templo Mayor y conventos coloniales, pasando por el barroco y el neoclásico, hasta los primeros rascacielos del país, el Centro Histórico de la ciudad de México presenta una riqueza arquitectónica insólita. Esta diversidad, sin embargo, requirió la demolición de los edificios anteriores en más de una ocasión.
Aunque se sabe que la ciudad tal y como la conocemos aún no existía en épocas pasadas, nunca está de más recordar cómo se dieron esos cambios. Para contarte lo que no habías oído del inicio de la modernización de la capital, entrevistamos a dos expertos que nos guían por este Mochilazo en el Tiempo.
Los edificios modernistas del Centro Histórico
En primer lugar, toca saber de qué edificios hablamos cuando se trata de identificar la arquitectura que tiene dos puntos en común: su diseño acorde al también llamado estilo internacional y el haber tomado el lugar de construcciones antiguas.
El egresado de la Facultad de Arquitectura de la UNAM, Esaúl Hernández Rodríguez, comenta que, aunque el tema sin duda involucra al Movimiento Moderno, “no es que se trate de un tipo de arquitectura, sino una época donde los edificios se reemplazan con la llegada de nuevos materiales, tendencias y estilos”.
Una característica de estas edificaciones de finales de los años veinte fue la idea de que “no era lógico tener capiteles, cornisas ni elementos clásicos en espacios y fachadas, todo debía de ser funcional y tener un uso”.
La Torre Latinoamericana, es un ejemplo que locales y visitantes identifican por igual. Esaúl señala que constituye todo un símbolo de la modernidad en México, pues “según notas del periódico en aquellos años, esta caja de cristal ‘alejaría a la Ciudad de México del provincianismo’, palabra peyorativa haciendo señal a un territorio subdesarrollado”.
Otro inmueble que expone las propuestas de este movimiento y que se encuentra en un punto muy céntrico es el edificio donde hoy se ubica una sucursal bancaria, en la esquina de Isabel la Católica y República de Uruguay. En 1924, dice Esaúl, esta obra de Paul Dubois en 1924 se conoció como “Edificio CIDOSA” (Compañía Industrial de Orizaba S.A.).
Pasó por modificaciones en la década de 1960, según explica nuestro entrevistado, y la influencia del modernismo se nota porque el diseño de la remodelación de los sesentas tiene cualidades que, a simple vista, se reconocen en muchos otros edificios occidentales de aquella época.
Hernández resalta la Ciudad Universitaria de la UNAM, de inicios de los cincuenta. Nos recuerda que a inicios del siglo XX el “barrio universitario” se encontraba en la colonia Centro, y que “dejó de ser funcional para la cantidad de alumnos que atendía la universidad […] al tener las escuelas repartidas en edificios virreinales y del porfiriato”.
Además, Esaúl señala que en lo que concierne al urbanismo, “se planeó sacar la universidad del centro sin destruir el patrimonio histórico, a cambio de edificios modernos”.
A pesar de lo anterior, por lo regular estos proyectos sí optaron por demoler edificios centenarios. La antigua casa de la familia Escandón se ubicaba en la esquina donde hoy destaca el Banco de México, y por décadas fue la entrada al corazón de la ciudad perdió la batalla contra el “progreso”.
Sin ir más lejos, la sede de Seguros Latinoamericana que también hace esquina con el Eje Central hoy luce la famosa torre del mismo nombre. Pero para “hacerle cancha” al primer rascacielos del país, la empresa descartó no uno, sino dos edificios. El primero era de estilo neoclásico, pero el segundo, por irónico que nos parezca, ya mostraba tintes modernos.
A finales de los años treinta, esto se normalizó al grado de que la revista “Arquitectura y decoración” publicó fotos de los edificios que, más que antiguos, se consideraban ruinas desordenadas que estorbaban la vista de los inmuebles más novedosos.
Por el modernismo, Tlatelolco arrasó con zonas populares
Nuestro entrevistado comenta que conocer al urbanista europeo llamado Le Corbusier ayuda a entender el Movimiento Moderno. Máximo exponente de esta corriente, se distinguió por propuestas como dejar atrás en definitiva los inmuebles parisinos del siglo XIX y en su lugar levantar nuevas construcciones.
Lo anterior se basó en “el argumento de que no era funcional ni eficiente el espacio de París, entre otras ideas”, explica.
Mientras que en Europa esto sucedió tras eventos como la Primera Guerra Mundial, para México “estamos hablando del fin de la posrevolución durante la consolidación del Partido Revolucionario Institucional: década de 1930 y hasta inicios de 1970”.
Gracias a la influencia de Le Corbusier y corrientes similares, como el Bauhaus, lo que identificaría a los arquitectos modernistas fue la “ausencia total de decoración, aplicando los principios de la ciencia y uso de la razón para crear espacios funcionales”.
Menciona que “en México tenemos a Juan O’Gorman aplicando su principio de ‘mínimo costo, por máximo de eficiencia’, para justificar la demolición de edificios obsoletos a costa de la creación de volúmenes verticales ‘puros y funcionales’”.
Así como Le Corbusier en Francia, O’Gorman no estaba solo en este movimiento que se volvió una tendencia radical, según Esaúl. Un caso más conocido es el de “Mario Pani, creando grandes núcleos habitacionales masivos que en parte dignifican al usuario y le dan las condiciones confortables para vivir”.
El urbanista remarca que esto significó “una universalización en el [espacio] mexicano eliminando los rasgos nacionales”. Con el tiempo llegaron proyectos que dejaron claro que el modernismo arrasaría de nuevo con el entorno que se hallaba a su paso.
Según nos narra, “Pani seguía las líneas de Le Corbusier, quien buscaba ‘construir una nueva sociedad mediante la arquitectura y urbanismo’ moderno. Pani lo intentó replicar mediante los multifamiliares y el Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco”.
Con lo que nos comparte Esaúl, llama la atención saber que “Tlatelolco es un caso muy particular y se planifica con una visión muy utópica. Se creía que mediante una funcional ‘ciudad dentro de la ciudad’ se generaría una nueva sociedad en un territorio más eficiente”.
Se esperaba que esta sociedad -en teoría- más eficiente demostrara ser “más productiva, pero a costa de la demolición de una parte del barrio histórico de Santiago Tlatelolco”.
Aunque parezca que en estas decisiones mandaba la arbitrariedad, este diálogo arroja que se justificó la demolición de cientos de hogares y el desplazamiento de miles de personas que habitaban un área llena de “jacales y viviendas decadentes”.
Desde nuestra actualidad quizá sea fácil mirar con ojos insensibles los sacrificios del “progreso” de los que nada habla. La información de Esaúl apunta a que esto quizá se le deba al hecho de que el proyecto proponía demoler parte de Tepito y Morelos, pero “por varios motivos y cambios políticos, el plan nunca se terminó, aunque lo construido se quedó como referente único en el país”.
El “orden y progreso” en la ciudad
Pamela Vicenteño, doctora en letras hispánicas y conocedora de los autores del siglo XIX y XX, explica en entrevista para EL UNIVERSAL cómo es que esta destrucción de inmuebles se llevó a cabo con tal aceptación social.
Un dato esencial, comenta, es que los actores clave de la política mexicana desde la República Restaurada de Benito Juárez (1867) hasta la década de 1930 creían abiertamente en el positivismo.
Esta teoría filosófica francesa del siglo XIX se basó en el método científico y sostiene que el conocimiento válido sólo puede partir de hallazgos “perceptibles por medio de los sentidos”. Por lo anterior, se volvió una ideología muy cercana a los avances de campos como la biología.
Vicenteño explica que, para la élite mexicana de la época que vivía bajo la fuerte influencia de Francia que promovió el Porfiriato, era habitual dar prioridad a ideas como “la sobrevivencia del más apto”.
“Es decir, si eres una manzana podrida, te vamos a desechar, no nos vamos a detener por ti”, dice. La idea de avanzar iba muy ligada al lema positivista “orden, paz y progreso”, que el propio Porfirio Díaz adaptó en su mandato como “orden y progreso”.
A la larga, esta forma de pensar dejó huella en las iniciativas urbanistas, como evidencia el final de la casa de la familia Escandón, que el Banco de México compró en 1937. La famosa “casa de los perros” que presenció las fiestas del Centenario de la Independencia fue destruida en favor del anexo Guardiola del Banco de México.
Este último, al igual que su vecino en contra esquina, La Nacional, son muestras sutiles de los últimos años del Art Decó de los años veinte que perduran hasta la fecha. Pero no fue el caso del antecesor de la Torre Latino, pues según comenta la investigadora “el Art Decó ya sonó a viejo”.
A final de cuentas, lo importante era que los “ruinosos y desordenados” inmuebles capitalinos, con su sola presencia, se oponían a la noción de “orden y progreso” que inició como política del gobierno y llegó a ser una práctica común.
Esto, en opinión de Esaúl, más que un “tipo de arquitectura” es una práctica, “es el eterno ciclo del rechazo, destrucción, nostalgia y protección”. De este modo, opina que quizá “en 2030 comenzaremos a revalorizar el movimiento moderno cuando obras de los arquitectos ya mencionados cumplan un centenario de vida”.
A modo de conclusión, el arquitecto recuerda que “el Movimiento Moderno y todas las vanguardias de la década de 1920 respondieron a una Europa destruida por la Primera Guerra Mundial, una sociedad que buscaba una respuesta rápida y lógica para la reconstrucción”.
No está de más tomar en cuenta que demoler edificios es algo muy usual en el siglo XXI, debido a que “vivimos en una sociedad que responde a tendencias cada vez más efímeras”, dice. Gracias a ello, podemos cerrar con una reflexión importante: el día de mañana podríamos estar entre quienes borren la memoria histórica para hacerle un espacio al futuro.