Una semana tras el asesinato del caudillo en 1923, EL UNIVERSAL GRÁFICO publicó, hace cien años, las Memorias que Francisco Villa le dictó a su amigo, el doctor Ramón Puente. Este julio 2023, en conmemoración del magnicidio que impactó al México posrevolucionario, presentamos esta serie de seis entregas con extractos de su juventud.
Este último episodio regresa a la escena que tuvo lugar bajo el cielo nocturno de Durango, en el rancho de Santa Isabel. Un joven Doroteo Arango, fugitivo de la ley y recluta de los bandidos de Ignacio Parra, volvía al hogar materno para compartir la mayor parte de su primer botín (300 pesos) con su madre y hermanos.
Sin embargo, el muchacho se topó con la inflexible moral de Micaela Arámbula, su madre. Mujer de vida recta, se encontraba nada menos que disgustada por ver la vida que llevaba el mayor de sus hijos.
La postura de la señora Arámbula era tan firme que cuando él intentó poner en sus manos el dinero que lo llevó hasta ahí, ella no sólo lo rechazó con enojo, sino que lo corrió de la casa y “amenazó con maldecirme, si no mudaba mi modo de vivir”, declaró Villa.
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Con la promesa de vivir como hombre de bien, y tras recibir su bendición -rodilla doblada de por medio-, Doroteo partió en paz. No dudó ni un momento que su siguiente paso era regresar a Chihuahua, “tierra que ya tenía todas mis simpatías, pues su gente y sus costumbres me habían gustado mucho”.
Propio de la franqueza del caudillo, al momento de narrar estos recuerdos no negó que además tenía la esperanza de que en aquel estado podría escapar de la persecución que aún le esperaba en su natal Durango.
Fue entonces que, con la idea de no dejarle rastro de sus acciones a los agentes de la ley, comenzó a usar el nombre de Francisco Villa. El general aclaró en este punto que más tarde “fue mi voluntad conservar este cambio, y mis hermanos lo aceptaron más tarde como apellido de familia”.
La tragedia lo convenció de volverse un “Robin Hood”
Villa comentó a grandes rasgos que su vida en Chihuahua tuvo muchos vaivenes, en parte porque no había muchas oportunidades para alguien que no supiera leer y escribir y en parte porque le gustaba “ser como las piedras que ruedan”.
Según explicó, esto se debía a que a la larga nada le daba satisfacción porque a la larga “todo era lo mismo: sufrir desprecios y aguantar la eterna desigualdad entre el pobre y el rico”. Es decir, trabajó en distintos oficios, pero ninguno era estable mientras más se empeñaba en negarse a aguantar humillaciones, según detalló.
Pancho Villa llegó joven a Chihuahua y ahí mismo, dijo, se hizo hombre. No aprendía aún a escribir o leer, pero sí escuchaba “las conversaciones de los viejos” y así aprendió que desde la Guerra de Independencia “casi no habían parado las revoluciones” y que el gobierno de Porfirio Díaz era ya una tiranía.
“Ahora estamos en paz -les oía decir-; pero es la paz de la fuerza, porque el pobre está más amolado que antes… pero ya vendrá la gorda”, recordó el general.
Como el público entenderá, las angustias de la injusticia social fueron mínimas cuando le llegó una carta de Durango, en que le avisaron que su madre se encontraba muy grave.
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Consciente de que regresar a Santa Isabel era un riesgo para su libertad, emprendió el camino acompañado de su amigo Tomás Urbina, quien años después sería un coronel de la Revolución por esa misma cercanía con el caudillo.
Villa esperaba recibir una última bendición de su madre, pero cuando llegó le esperó lo que calificó como su primera desgracia: “Mi madre estaba muerta, y sólo me tocó verla tendida al detenerme frente a la puerta de la calle”. Por si fuera poco, cuando intentó bajar de su caballo, alguien entre el gentío de los que iban al duelo gritó “¡Agárrenlo!”.
Tras reponerse del golpe, comenzaron los albores del villismo. Según compartió con el doctor Puente, él tenía desde antes de morir su madre una convicción que le era imposible explicar. Le parecía, en sus adentros, “que una gran guerra iba a venir a nuestro país”.
Con la meta de estar preparado para ese momento, sin ver más recursos que su propia iniciativa, decidió poner en práctica lo que aprendió con la banda de Ignacio Parra para comprar armas, municiones y hasta caballos, que con el tiempo empezó a repartir entre conocidos con los que hacía amistad o relaciones aquí y allá.
El abigeato ya no tenía sólo el fin de vender cabezas de ganado, sino que ahora él y sus crecientes compañeros trabajaban la carne y la vendían como cecina. Fue así que recorrió aún más el norte de México, desde la frontera con Estados Unidos hasta lugares como Mazatlán “donde conocí el mar y me quedé más admirado de la grandeza de Dios que en las mismas montañas”.
Afirmó que ya le costaba mantener la cuenta de armas repartidas y amigos apalabrados a unirse a él cuando llegaron rumores de “la bola que se andaba formando en todo México con motivo de que no se quería más al General Porfirio Díaz en la presidencia”. Se alegró tanto, que le desesperaba que no estallara la rebelión en algún sitio.
Fue cuestión de tiempo para que, ya en 1910, Villa hiciera contacto con uno de los que consideró entre los hombres más honestos que conoció: don Abraham González. Una noche, en la oficina del Club Antirreeleccionista de Chihuahua, conversaron, discutieron el plan de San Luis y acordaron apoyar a Francisco I. Madero el 20 de noviembre… y el resto es historia.