Las Memorias de Francisco Villa, que él mismo narró al también revolucionario, el doctor Ramón Puente, confirman que desde su adolescencia el caudillo se enemistó con la ley. Lo que comenzó con dispararle a un hacendado siguió con un escape de la cárcel y empeoró con unirse a la banda criminal del infame Ignacio Parra.
Con la gente de Parra, el joven Doroteo Arango aprendió habilidades útiles en distintos oficios, como carnicero y ganadero. Por su propia cuenta, además, adquirió conocimientos de la tierra, el clima y los animales que, se cree, habrían ayudado en su vida revolucionaria.
Esta entrega parte con la anécdota de los primeros pesos que "ganó" el muchacho prófugo, como compañero de los bandidos. Se trata de un caso de abigeato, o robo de ganado, que Doroteo y la mano derecha de Parra, "el Jorobado" se habrían encontrado casi por casualidad.
Se dice “casi” porque el mandado original sí era “conseguir” una mula. Sin embargo, lo primero que se encontraron fue una manada pastando, sin un caporal que la vigilara. Una vez que el menor la lazó, “se vino en su seguimiento la mulada”, relató.
Consiguió su primer “botín” en Chihuahua
Al regresar, al resto de los bandidos le pareció hasta cómico ver a nuestro protagonista sorprendido por la facilidad con que aumentaron el número de su partida. Por su parte, el jefe criminal decidió que tenían lo necesario para emprender el camino a Chihuahua, donde planeaban vender los animales.
El futuro Centauro del Norte hizo las veces de pastor por el camino al estado vecino, emocionado porque le “sonaba como algo lejano y muy interesante”. Como era de esperarse, su curiosidad no daba tregua y en aquella ocasión aprendió a medir las distancias de los trayectos necesarios para el viaje, que duró una semana.
“Pajareaba para todos lados en busca de alguna novedad, y cuando veía a lo lejos algo que me causaba sorpresa, me retozaba de contento como si fuera un chiquillo”, declaró el hombre que, según contó su nieto este mes en exclusiva para EL UNIVERSAL, ya siendo padre jugaba con sus hijos y les contaba cuentos para dormir.
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Cuando llegaron a su destino, la venta se concretó en breve “y debe haber sido bastante, porque sólo a mí, que era el recluta de la compañía, me tocaron trescientos pesos”, comentó Villa, quien no tuvo reservas en decir que su “pago” le pareció una mina de oro, puesto que jamás en su vida había visto tal cantidad reunida.
Una noche de drama en la casa de los Arango
Luego de comprarse un ajuar de charro que quería, comenzaron el regreso a Durango, y desde entonces su mayor deseo se volvió darle los más de doscientos pesos restantes a su madre. Con el permiso de Parra, se fue “de licencia” al rancho de Santa Isabel, que era donde vivía la señora Micaela Arámbula con el resto de sus hijos.
El reencuentro que le narró Villa al doctor Puente se lee como todo un drama en las páginas de hace cien años de EL UNIVERSAL GRÁFICO. Su condición de fugitivo lo obligó a esperar que cayera la noche para acercarse al antiguo hogar, “y una vez que la oscuridad fue maciza, penetré al caserío”, relató.
Acercarse no le resultó difícil, pues aseguró que todo estaba quieto y que “a penas si me ladraron unos cuantos perros”. Llamó a la puerta y cuando abrieron uno de los muchachos gritó “¡es mi hermano!”.
Pero fue entonces que todo se complicó. No apareció un pelotón militar para apresar al exconvicto, ni regresó la familia del hacendado que buscaba deshonrar a su hermana, no. Sucedió que su madre despertó.
Ante la conmoción de pasar de no saber nada de su primogénito buscado por la ley a tenerlo en la puerta, a la sombra de la noche, la reacción de la señora Arámbula fue preguntarle llorando cómo había tenido el valor de llegar hasta ahí.
El joven Doroteo trató de centrar sus esfuerzos en consolarla, pero la conversación no tardó en llegar a su situación actual. “Y por más que yo reborujaba [sic] las cosas, no le llenaban mis explicaciones”, relató. Fue así que el joven desistió de andar con rodeos y “sacó en limpio” quiénes eran sus compañeros y cuáles “las industrias de las que nos manteníamos”.
Aunque el general revolucionario lo contó con su habitual soltura, queda claro que esa fue “la cereza del pastel” para su madre. La cuestión es que ella era “una mujer muy recta” (en palabras de su hijo), a tal grado que era incapaz de admitir que Doroteo “se hubiera desviado a tal punto de sus consejos”, confesó Villa.
Hasta aquí la quinta entrega de las Memorias de Francisco Villa que publicó EL UNIVERSAL GRÁFICO a una semana de su asesinato, hace cien años. La sexta y última entrega, este jueves, cerrará esta serie con el episodio que cuenta el momento en que Doroteo Arango dejó atrás su nombre oficial y comenzó su ambigua leyenda.