De entre las numerosas tragedias que acarreó la Segunda Guerra Mundial, una de los más conocidos es la devastación de las bombas nucleares en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945. Aunque muchas veces se da por sentado el uso de tales armas, la historia marcó la dura batalla de Iwo Jima como la razón oficial para recurrir a ellas.
A finales de marzo de 1945, la prensa de todo el mundo concordaba en que tanto los nazis como los nipones enfrentaban situaciones adversas que, tras años de conflicto armado, por fin dejaban ver cerca el final de la guerra. Pero todo tiene su costo, y en el caso de la derrota del Imperio de Japón, Estados Unidos sufrió sus mayores bajas hasta entonces.
Los expertos concuerdan en que Japón se dio cuenta de su desfavorable situación una vez que, luego de dos años de combatir contra la Unión Americana, tenía una flota incapaz de proteger las islas que hasta entonces mantenía el imperio. Su fuerza aérea no estaba en mejores condiciones, pues ya sólo podía defender el territorio principal del país.
Así, el plan japonés habría sido preparar un último esfuerzo que hiciera tanto daño a Estados Unidos que éste accediera a una tregua que tuviera consideración con el estatus del Emperador, que en sus tierras era respetado como una divinidad.
Una ventaja que tuvo Japón fue prever que esta isla sería el próximo objetivo de las fuerzas estadounidenses: un islote de veintiún kilómetros cuadrados, conocido en su idioma como “Isla de Azufre”. El primer paso fue enviar al general Tadamichi Kuribayashi a configurar las defensas en el desolado espacio volcánico.
El general evacuó a los civiles que vivían en la isla y llevó tropas que sabían de antemano que no habría viaje de regreso. Las trincheras de la playa se descartaron en favor de crear una compleja red de túneles que ayudarían a aprovechar su limitado poder de fuego.
Por su parte, Estados Unidos avanzó a Iwo Jima con la idea de que las reducidas tropas enemigas serían incapaces de repeler la toma de esta isla, bien posicionada para futuros movimientos de las aeronaves de los Aliados.
El 19 de febrero la Marina estadounidense bombardeó su objetivo con una intensidad nunca antes vista, según comentó el historiador Samuel Morison en referencia a las 500 naves y setenta mil soldados desplegados.
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Con una nota de ironía, incluso ese ataque masivo se quedó corto ante la resistencia que preparó el general Kuribayashi. La marina estadounidense creyó que el fuego inicial habría hecho la mayor parte del trabajo, sólo para descubrir que les esperaba un perseverante contraataque.
En realidad, el avance de los invasores fue lento por las terrazas naturales de ceniza volcánica, de hasta cuatro metros de altura, en que era difícil caminar sin resbalarse o hundirse -ni hablar de conducir tanques-. Además, los defensores guardaron el fuego en contra al principio, para atacar por la retaguardia enemiga desde escondites bien posicionados.
El 23 de febrero, en la cima del Monte Suribachi, se izaron dos banderas distintas. La primera la colocaron tres soldados en un momento de euforia, en vista de que ocupar aquel terreno se sentía casi como la victoria. Sin embargo, esa pequeña bandera fue asegurada y sustituida por los altos mandos de la operación.
Al momento de izarse la segunda bandera, de mayores dimensiones, el fotógrafo Joe Rosenthall de la Associated Press (AP) capturó el momento en una imagen que ganó el premio Pullitzer y que hasta la fecha se considera una de las fotos de guerra más difundidas en la historia moderna.
La victoria de Estados Unidos en aquella isla, sin embargo, estaba a un mes de llegar. Los dos mil japoneses apostados en Iwo Jima tenían escondites tan fortificados que, pese a su inferioridad de recursos, lograron demorar la toma de su territorio, contra todo pronóstico.
En pocas palabras, fueron cuatro semanas en que los ingenieros invasores se dedicaron a desactivar minas para permitir el paso de sus tanques y tropas. Fue el gran número de túneles y escondrijos, así como la tenacidad de los nipones, lo que repitió ese proceso hasta el final.
La noche del 25 de marzo alrededor de 200 defensores restantes se lanzaron en un ataque suicida, liderados por el propio general Kuribayashi. La formación que usaron era conocida entre los aliados como “carga banzai”, y se trataba de oleadas humanas al grito de “¡banzai!”.
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De acuerdo con los eventuales reportes de prensa, casi un tercio de todos los marines estadounidenses que fallecieron durante la Segunda Guerra cayeron en la batalla de Iwo Jima. Los historiadores concuerdan en que fue ese alto costo lo que convenció al gobierno de Estados Unidos de recurrir al uso de las bombas nucleares meses después.
Según la Enciclopedia Británica, recién el 16 de julio de 1945 había tenido lugar la prueba exitosa de una bomba atómica en Nuevo México. Diez días más tarde, en el frente europeo de la guerra, se firmó el Acuerdo de Postdam, ya con Alemania derrotada.
Pese a las victoria de los Aliados contra las fuerzas del líder nazi Adolf Hitler, Japón no accedió a la rendición incondicional. Así, se puso en marcha el plan de recurrir a las armas nucleares en puntos habitados de las islas japonesas.
Las ciudades de Hiroshima y Nagasaki sufrieron su respectivo impacto atómico el 6 y 9 de agosto de 1945. No fue hasta después del segundo ataque que el gobierno japonés asimiló los efectos de las nuevas armas y su rendición llegó hasta el 10 de agosto.
Un artículo editorial publicado en las páginas de EL UNIVERSAL, firmado por Benito Xavier Pérez Verdia, informó que el Departamento de Marina de Estados Unidos se veía inundado de cartas hacia el primer trimestre de 1945. Los remitentes eran en su mayoría madres y esposas de los combatientes desplegados en el Pacífico.
“Por el amor de Dios, dejad de enviar a nuestros mejores jóvenes para que sean asesinados en lugares como Iwo Jima”, citó y tradujo Pérez Verdia.
La familiar en cuestión se preguntaba si no había otros métodos de conseguir los objetivos que daban lugar a la tragedia que afectaba a todos los seres cercanos de los soldados en combate, señalando que su participación en la guerra era “lo más inhumano”.
La reflexión con que cerraba aquella columna era que, pese al evidente sufrimiento de familiares y soldados, tomar parte en el conflicto era “el único camino” para librar a las nuevas generaciones del horror y angustia de aquel entonces.