En la ciudad de México existen restaurantes, locales y puestos callejeros que se dedican a la venta de la tradicional barbacoa “de hoyo”. Cada persona tiene su lugar favorito y cada quien dice que ése es el mejor en preparar este manjar, que se disfruta en especial por las mañanas y en fines de semana.
Hay quienes no perdonan un fin de semana sin su querida barbacoa y es por ello que en esta ocasión entrevistamos a la doctora en Historia, Blanca Azalia Rosas Barrera, para que nos platique acerca de este sabroso platillo típico.
En los años que siguieron a la conquista de Tenochtitlán por los españoles, empezó a formarse una cultura culinaria mestiza no sólo con nuevos nombres para los alimentos, sino con la llegada de productos, técnicas y utensilios, que se combinaron con los ya existentes.
Rosas Barrera afirma que "Fray Bernardino de Sahagún, quien llegó como evangelizador en 1529, registró que los indígenas comenzaron a vender y cocinar las carnes de Castilla, como 'aves, vacas, puercos, carneros, cabritos: véndenla cosida o por coser, y la cecinada y asada debajo de tierra'”.
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Por su parte, el naturalista Francisco Hernández comentó que los españoles también adoptaron la técnica de preparar carne “debajo de tierra”. Rosas resalta que esta receta, además de novedosa, resultó muy atractiva para el paladar de los conquistadores.
Los españoles adoptaron la palabra barbacoa, de origen caribeño, para nombrar la técnica de cocción mexica “tapextle”, que por desconocida que suene, le es familiar a todos los que han probado la clásica carne horneada por horas sobre brasas y envuelta en hojas o pencas.
La doctora Azalia agrega que en su origen el ingrediente base era carne de conejo, perro, venado, pescado, pato, guajolote y otras aves. Un detalle curioso que nos cuenta es que, aunque los españoles disfrutaban comer res y aves, su alto costo ocasionaba un mayor consumo de carne de oveja, cabra, carnero y cerdo.
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Lo anterior, explica, “puede relacionarse con la costumbre más generalizada de preparar barbacoa de borrego y chivo, que persiste en la actualidad”.
Azalia Rosas continúa y narra que con el ganado del viejo continente llegó también la manteca para freír y las especias, además del cilantro, pimienta, ajo y cebolla que se integraron a las salsas molcajeteadas; los lácteos para las quesadillas y postres; y la lechuga y el rábano para acompañar pambazos y barbacoas como ensalada.
La doctora añade que entre los siglos XVI y XVII se desarrolló todo tipo de comercio ambulante alrededor de las plazas públicas. Algunos de los alimentos que vendía la clase popular, como los guisos, se cocinaban en cazuelas de barro sobre anafres improvisados, mientras que los hornos se usaban para platillos como la barbacoa, las cabezas de ternera y el pato.
A finales de la década de 1820 ya existía preocupación entre la población por consumir los alimentos calientes, incluso aquellos ofrecidos en la calle, pues era creencia general que comerlos fríos causaba problemas digestivos, comenta Rosas.
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En el caso de la carne, la cocción al horno facilita llegar al centro de las piezas y mantener su humedad. De esta manera, parece lógico que la venta de carne asada al horno requiriera de una alta temperatura constante.
Esa necesidad sería cubierta con la adaptación de “una pequeña hornilla” para la venta ambulante de barbacoa, pato e incluso cabezas de carnero, que según recuenta Azalia se ofrecían “humeantes aún, al hambriento comprador”.
“Al igual que muchas tecnologías domésticas de uso cotidiano, las fuentes documentales no hacen referencia a la fabricación o función del horno móvil”.
Nuestra entrevistada aclara que el “horno móvil”, como tantas otras herramientas que se usan a diario en el hogar, era el “resultado del trabajo colectivo e individual de hombres comunes, quienes modificaron y adaptaron materiales accesibles para hornear en la calle”.
Debido a su peso y el peligro de transportar un recipiente caliente lleno de brasas o líquido hirviendo, el horno portátil facilitó la participación masculina en la venta de alimentos, que siempre estuvo dominada por mujeres.
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Rosas también describe que el artefacto debía tener un plato o división metálica que separara la fuente de calor (brasas, leña o carbón encendido) de la carne, función parecida a la de las hojas y pencas de maguey en el horno de tierra o las hornillas de los hornos domésticos.
Por último, el horno se transportaba sobre mesas o tablas cargadas a veces por dos hombres, o en una tabla colocada en la cabeza de una persona seguida de otro individuo que llevaba las tortillas, salsa y ensalada en canastas.
Rosas comenta que en el siglo XIX diversos viajeros autores mexicanos describieron los alimentos que ofrecían los vendedores ambulantes de la capital del país. Los “tapabocas” o refrigerios incluían gorditas de horno, castañas asadas, dulces, buñuelos, empanadas, nieve, pasteles, cabezas, pato y tamales.
Negocios como fondas y puestos improvisados -o como decían entonces, figones- en las calles y plazas más transitadas ofrecían alimentos acordes para cada bolsillo, así como para el antojo de los asistentes a las diversiones públicas.
El fuego para cocinar seguía presente en las calles, pero era más común en el invierno. Si bien se podía encontrar a los vendedores ambulantes de barbacoa en diferentes épocas, explica Azalia, parece ser que en la segunda mitad del siglo XIX la asociaron cada vez más con las fiestas religiosas invernales, desde la de Todos los Santos hasta Navidad.
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Entre 1857 y 1860 al finalizar el mes de octubre el “Diario de Avisos de la ciudad de México” ya anunciaba la venta de barbacoa en establecimientos fijos. En opinión de nuestra entrevistada, en este caso es muy probable que se preparara en horno de tierra y no en uno portátil.
Según comenta Rosas, la técnica original estaba más desarrollada en el campo que en la ciudad, pero no estuvo ausente de la urbe gracias a la continua llegada de migrantes rurales y sus costumbres. Sin embargo, aún requerían de la publicidad para atraer a la clientela que los ambulantes encontraban por las calles.
Debido a la demanda de la población, tanto la barbacoa “de hoyo” como la de horno ambulante pervivieron en la capital en mayor o menor proporción, pero no se libraron de la censura pública motivada por novedosas nociones de salubridad.
Azalia nos cuenta que la prensa no tardó en reportar los numerosos casos de venta de carne descompuesta desde 1880 en adelante. En su mayoría se trataba de platillos ya preparados que sin embargo dieron lugar a problemas desde condiciones de cocina insalubres hasta gusanos que intentaban disimulaban con diversas “mañas”.
Conforme describe algunos ejemplos, queda claro que el tema llegó a ser una cuestión de salud pública. Había quienes hacían el horno de tierra sin importar la calidad o uso del suelo en cuestión, “donde tal vez ha sido anteriormente cementerio, albañal, basurero, o atarjea” o cerca de estos espacios. Los combustibles no eran distintos, dice, pues se ocupaban “basura, osamentas, deshechos de petates viejos, leña de palos y camas”.
Para colmo, los ingredientes también dieron lugar a discusiones públicas en que se hablaba del uso de carne ya en proceso de descomposición, de perro o incluso de animales muertos.
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Sería hasta inicios del siglo XX, cuando el entonces Distrito Federal se regía por reglamentos más eficientes de comercio y abasto alimenticio, que comenzaban a aplicarse novedosos principios de salud e higiene.
Por otro lado, Azalia señala que en la misma época las élites despreciaban la comida local ante la cocina europea y las clases populares volcaron su interés hacia los prácticos tacos y tortas.
La doctora explica que, aunque esto propició la desaparición gradual del horno portátil en los años inmediatos (sobre todo porque encubría la calidad de la carne y el combustible), las barbacoas y cabezas asadas se aferraron a las nuevas tendencias al incorporar la presentación en taco.
Lo anterior, señala, le permitió a la barbacoa recobrar su autonomía con la adaptación de vaporeras de metal cubiertas por “una manta blanca y humeante” que se retiraba para tomar la carne.
Hoy en día, el horno de tierra sigue usándose casi sin variaciones en el ámbito rural y los alrededores de la capital del país. Rosas considera que algunas razones que lo explican son la necesidad de un espacio amplio para mantener el agujero y la disponibilidad de ganado para obtener carne fresca.
A pesar de esto, dice que resalta el interés de la población por mantener sus tradiciones y satisfacer su gusto alimenticio aprovechando la disponibilidad de determinados productos agrícolas y ganaderos de su localidad.
A modo de conclusión, Azalia Rosas comenta que para tratarse de un platillo tan popular a por tanto tiempo, se ha reproducido con cambios pequeños. Además, continúa como símbolo de identidad en algunas regiones del país y, de igual manera, ha llegado a las ciudades a las que migra la población rural.
“De esta forma, fue constantemente integrado y adaptado entre paisanos a la cultura alimenticia urbana, hasta establecerse como platillo típico con una técnica de cocción específica que asegura su singularidad”.