La República Mexicana tiene gran variedad de leyendas que van desde lo heroico hasta lo paranormal. Para nadie sería extraño escuchar esos relatos en casa, con los abuelos, o en una salida con amigos, pero sería inesperado ver noticias sobre un "fenómeno sobrenatural".
Aunque no sin reservas, en las décadas de 1920 y 1930 la revista semanal El Universal Ilustrado cubrió eventos de fantasmas y misterios nocturnos como informes serios, en más de una ocasión.
Estas “historias de espantos” alcanzaron un lugar en la prensa gracias a que se desarrollaron en condiciones que abrieron la puerta a preguntarse qué tan reales o imaginarios fueron los hechos.
Los autores de las notas que presenta este Mochilazo en el Tiempo sabían que muchos dudarían de sus palabras, pero hicieron lo posible por aportar datos detallados de los rincones de Michoacán y la ciudad de México donde seres desconocidos le sacaron un susto a varios vivos.
La Llorona visitó Zamora en 1911
A mediados de febrero de 1932 un reportaje firmado por el licenciado “M. Duelas Maciel” relató un extraño evento que él mismo vivió en 1911 en Zamora, Michoacán. Sacó a colación el paso del cometa Halley por México, en 1910, para comparar esa experiencia con la que él y los zamoranos vivieron un año después.
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Dueñas Maciel sabía que muy pocas personas lectoras de EL UNIVERSAL verían con buenos ojos un “reportaje sobre La Llorona”. Por ello explicó que se incluía al final una posible explicación científica y suplicó a los lectores tener presente que su intención era en primer lugar abrir la puerta a una investigación de especialistas.
Dicho eso, inició comentando que nació en 1862 y que lo crió su abuelo, por lo que toda su vida acostumbró iniciar el día desde la madrugada. Mientras él se aseaba en casa, no pocos comerciantes del “Mercado de Mosqueteros” preparaban sus comercios.
Frente a su casa estaba la carnicería del señor Carlos Lozano, quien solía picar la carne muy temprano para tener lista su venta al rayar el sol. De modo que cuando Dueñas dejó a su esposa e hijos, todos aún durmiendo en sus camas, la calle no estaba desierta a pesar de que “brillaban en la bóveda celeste las últimas estrellas de la noche”.
Al publicar esta información, a sus 70 años, aún recordaba sin problema el “aire misterioso” que traía el perfume de las flores del Jardín del Teco, en la plaza principal de Zamora, y de las de la Quinta Jericó.
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Sin saber lo que les esperaba a todos en la ciudad, él abría el zaguán de su casa, mientras Juanita Cortés, la esposa de don Carlos Lozano, arreglaba el despacho de la carnicería. Encendió la luz del corredor y se detuvo un momento, viendo pasar a la gente.
Fue entonces que pasó. Dueñas dijo que de repente sintió sobre su cabeza algo “muchísimo más intenso que esa ráfaga de aire que se siente cuando sobre nosotros pasa volando un aeroplano”.
Lo peor de todo, sin embargo, fue “un grito ensordecedor que con la onda aquella pasó sobre toda la ciudad”. Según el autor, aquel alarido era “como el llanto lastimero de una mujer; agudo, vibrante, imponente”.
Dueñas todavía no se reponía de su asombro cuando miró a sus vecinos. Unos se congelaron en el lugar donde los sorprendió el misterioso clamor, pero otros como los carniceros “habían saltado los mostradores de sus tiendas y todavía con el hacha en las manos” miraban al cielo, en un intento de entender qué causaba el ruido.
El grito se fue como llegó, y tras la impresión el redactor de aquella nota regresó de inmediato a su recámara, donde encontró a su esposa con los hijos en su regazo, pues el intenso llanto los despertó a todos.
A lo largo de toda la mañana, “en plazas, calles y esquinas se comentaba el suceso” de una u otra forma, dijo Dueñas. Como es de esperarse en México, cada quien contaba su versión la leyenda de La Llorona.
En su esfuerzo por darle una explicación razonable a su experiencia, Dueñas Maciel señaló que Zamora se encuentre en una especie de “anfiteatro” al que montañas como el Tancítaro, el Patambán y el Quinceo podrían dar una acústica privilegiada.
Eso no resolvía del todo la duda, pues él mismo se preguntaba qué podía causar semejante sonido. Sus ideas giraban en torno al “bramido olas del mar en el puerto de San Telmo”, o el eco de un volcán haciendo erupción en alguna isla del Pacífico.
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Hoy se podría agregar que quizá se trató de un caso de histeria colectiva, pero lo cierto es que incidente del “grito de la Llorona” en Zamora fue un misterio para sus ciudadanos hace más de cien años.
Un fantasma "peleonero" en San Ángel
En junio de 1927 aún faltaba un año para establecerse las delegaciones en el Distrito Federal y dos años para que se nombrara “Villa Álvaro Obregón” a una de ellas. Por eso es que la siguiente nota de espantos decía que los fantasmas rondaban la entonces llamada “Municipalidad de San Ángel”.
Donde hoy se encuentra la colonia Guadalupe Inn estaba el restaurante y salones del Automóvil Club. La noche ya había caído y José Arriaga, y mesero del establecimiento, cruzaba el parque de las instalaciones para pedirle unas escobas al velador, un anciano conocido como don Trini.
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Según la nota de José Corral Rigan, “Arriaga iba silbando un aire popular, cuando de improviso se vio detenido por la espalda”. Por supuesto, el mozo volteó a ver qué o quién lo detenía, pero con un escalofrío descubrió que no había nadie.
Primero intentó pedir ayuda a gritos, pues aquella fuerza de origen desconocido no lo soltaba, pero de inmediato sintió una mano invisible que ahogaba el grito en su garganta. Fue así que comenzó a luchar por instinto, sin lograr derrotar al misterioso contrincante.
Un testigo que se identificó como José de la Reguera confirmó ver desde lejos a un muchacho que se retorcía “saltando como un tigre y haciendo esfuerzos estériles”.
El misterio sólo aumentó cuando, poco después, llegaron los imperdibles curiosos que encontraron al mozo en pleno ataque epiléptico. “Tenía los ojos desorbitados, la boca babeante y los dientes apretados… una palidez de cera daba a su rostro un aspecto repulsivo”, afirmaba Corral Rigan.
La situación demandaba atención médica para el joven, que más tarde trasladaron a la Cruz Verde. Aunque lo inyectaron en el nosocomio, todo San Ángel comentaba días después que Arriaga no mejoró, sino hasta que lo atendió un médium.
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En entrevista para El Universal Ilustrado, los jefes de personal del Club tenían sus dudas, pues por un lado el mozo tenía su historial epiléptico, y por el otro se sabía su afición por leer novelas espiritistas.
Corral Rigan dejó a la discreción de sus lectores decidir si se había tratado de autosugestión o de una “discreta mentira”, pero aprovechó para compartir que el velador, don Trinidad, aseguraba que esas arboledas eran escenario de historias sospechosas.
Tal era el caso de su compadre Filemón, que se creía murió del susto tras encontrarse frente a frente con la sombra fantasmal de un sacerdote (a juzgar por la silueta de sus ropas). En los alrededores se contaba que el espectro salía todas las noches de un agujero en el tronco de un antiguo y seco castaño.
El viejo árbol también tuvo su historia, pues don Trini insistía en que su época más verde coincidió con el mandato de Porfirio Díaz, que habría sido un visitante asiduo. Según el viejo velador, el castaño dejó de verdear a inicios del exilio del dictador y se secó por completo en las mismas fechas de su muerte.