En distintas zonas urbanizadas de México es común escuchar a alguien bromear con la frase “aquí antes era un panteón”. Sin embargo, las calles de la colonia Guerrero que se encuentran en los alrededores del cruce de Paseo de la Reforma y el Eje Central, hasta hace 150 años, sí fueron el domicilio de un camposanto, el de Santa Paula.
Para conocer a detalle sus inicios y final, Mochilazo en el Tiempo entrevistó una conocedora de la historia de los cementerios de la ciudad de México, la historiadora Alicia Elena Vázquez Aguilar, del Instituto Mora.
En una época en que cada vez más familias optan por la cremación en lugar de la sepultura, esta entrega con la historia del Panteón de Santa Paula presenta desde las costumbres funerarias de siglos pasados hasta anécdotas como viejas epidemias y la parte del cuerpo del general Santa Anna que los ciudadanos sacaron de la tumba.
La difunta pierna de Santa Anna y sus vecinos
Vázquez Aguilar, cuya investigación se centra en los cementerios del siglo XIX, reconoce que estos espacios públicos causan fascinación por el aura supersticiosa que los rodea, y dice que “no en vano vemos en estas fechas que se ofrecen recorridos por diferentes panteones”.
Si bien comprende que son “una ventana para quienes gustan de historias de aparecidos”, también expresa que le parece importante entender estos espacios en su contexto histórico y patrimonial.
Los panteones, asegura, “nos hablan de procesos urbanos, políticos y sociales” que desde su punto de vista van desde las disputas por el espacio y las decisiones de modificar la ciudad con criterios médicos, hasta los procesos en que ciertos lugares pierden su estatus de “sagrados”, así como su apropiación y resignificación.
El tema de lo sagrado sirve para sacar a colación lo que Alicia nos comparte como “uno de los sucesos más notables y curiosos del Panteón de Santa Paula”. Nos narra que en 1842 Antonio López de Santa Anna depositó allí la pierna que perdió en combate contra los franceses durante la famosa Guerra de los Pasteles en 1838, en Veracruz.
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No está de más recordar que la Batalla de San Juan de Ulúa, el enfrentamiento en que Santa Anna quedó cojo, fue una experiencia difícil para el Ejército Mexicano. Al menos para parte de la población, ver a un oficial militar que perdió una extremidad en el intento de parar la Intervención Francesa hablaba bien de su disposición para defender la patria.
Por ello, no es extraño que Alicia continúe el relato con la iniciativa de Antonio María Esnaurrízar, Jefe de la Comisaría de México, quien mandó levantar una columna para “la difunta pierna”, ya fuera por genuina admiración o por conveniencia política.
“A la ceremonia acudieron todo tipo de curiosos que observaron el acto bajo un rayo de sol ‘insufrible’, la multitud llegaba más allá de la entrada principal”, afirma.
A su vez, en los portales del Centro se vendieron réplicas de bolsillo del peculiar monumento y del sarcófago, esto de acuerdo con información que la entrevistada retoma de Carlos María de Bustamante.
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Sin embargo, el general era una personalidad controvertida, en gran parte porque el ojo público lo veía como culpable de la reciente separación de Texas. Por lo tanto, en Santa Paula, “la pierna no tardó en ser profanada por el pueblo y arrastrada por las calles de la ciudad con un lazo”, nos cuenta Vázquez.
Esto sucedió en la época en que, como Alicia describe más adelante, el panteón ya había recibido una ampliación, tras la cual además de usarse tres terrenos se encareció la zona más antigua.
Con la intención de ofrecerse a deudos pudientes, “se edificaron sepulcros y arquería, y contaba con 1,675 nichos, con un costo de quince pesos”, dice Vázquez, y añade que también podían pagarse derechos de perpetuidad, ornamentar los sepulcros y colocarse epitafios.
Aquella parte antigua y costosa del Panteón de Santa Paula que recibió -y perdió- la pierna de Santa Anna, llegó a ser considerada un jardín muy hermoso por literatos como Manuel Payno, que según relata la historiadora, solía pasear por el lugar.
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Este camposanto recibió a personajes importantes, como Leona Vicario, Josefa Sánchez Barriga Blanco de O’Donojú, Melchor Muzquiz, José María Heredia, Rafael Ramiro, así como los soldados caídos durante la intervención estadounidense de 1847, entre ellos, José Frontera, Juan Crisóstomo Cano, Felipe Santiago Xicoténcatl y Juan Pérez de Castro.
Las epidemias urgieron a crear sepulcros para la población
Vázquez Aguilar sitúa sin problema estos eventos en el actual trazado de la colonia Guerrero, que según señala se ubicaba en la entonces área noroeste de la Ciudad de México, en el barrio de Santa María la Redonda.
“Sus límites hoy se conforman por las calles de Magnolia al sur, Camelia al norte, Galeana al poniente y Eje Central al oriente y de su división surgieron cuatro manzanas que más tarde, en los años cincuenta, serían atravesadas por la prolongación de Paseo de la Reforma hacia el norte”, explica.
También agrega que la entrada principal estaba sobre la “calzada de Santa María”, sobre parte de lo que hoy es el Eje Central, mientras que la entrada lateral se ubicaba en su lado sur, en la antes calle Rinconada de Santa María, que corresponde a la actual Riva Palacio.
Este sector de la colonia, que pareciera volverse una “isla” de callejuelas que terminan “apretadas” por el cruce de Reforma y el Eje Lázaro Cárdenas, facilita un viaje al pasado al conservar cierta esquina.
Como puede verse en los mapas actuales, en la esquina de Riva Palacio con la calle Obraje hay un parque y una parroquia, la de Santa María la Redonda Cuepopan. Aunque hoy parece una esquina común, las calles frente al panteón ya tenían esa disposición en mapas de la segunda mitad del siglo XIX.
Alicia confirma lo anterior, ya que nos narra que el terreno conocido como Paraje de Santa Paula estaba entre la parroquia de Santa María la Redonda y el obraje del Raso, y medía 3 hectáreas. Cabe mencionar que “obraje” es una vieja palabra de los tiempos coloniales, con la que los españoles llamaban a los talleres textiles.
Dicho lo anterior, nuestra entrevistada aclara que el que fuera el panteón más importante de la Ciudad de México (al menos durante la primera mitad del siglo XIX), requirió varias décadas para darle forma al gran camposanto que alguna vez fue.
Señala que “en sus inicios no se llamaba así ni tenía las características que presentaba al momento de su clausura”, dice, y nos adelanta que el eventual cierre lo traerían las “reformas ‘higienistas’ y urbanas que modificaron de manera notable la capital en la segunda mitad de la misma centuria”.
Todo comenzó en 1784, cuando el arzobispo de México, Alonso Núñez de Haro y Peralta, se dio cuenta de la urgencia de formar cementerios extramuros, ante el impacto que causó la epidemia de viruela de 1779 en la Ciudad de México.
A causa de los daños a la capital por las enfermedades y su propagación a través de los difuntos, solicitó autorización a la Corona Española para comprar un terreno que pertenecía a las monjas del Convento de San Jerónimo.
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El lugar elegido por Núñez de Haro para formar el camposanto de San Andrés, su primer nombre, era una extensión del camposanto que ya existía en el hospital homónimo, explica la también coordinadora de la revista de su alma máter, Gaceta Mora.
Aquel Panteón de San Andrés fue bendecido en 1786, y Vázquez comenta que a su apertura acudieron numerosos capitalinos, de todos los sectores sociales. De manera similar, ya en funciones recibía en especial a personas de escasos recursos, “pero también contaba con sepulcros para personajes notables que quisieran hacerse enterrar allí como un gesto de humildad”.
Cincuenta años más tarde, hacia 1836, Vicente García, administrador del Hospital de San Andrés, tomó una decisión muy similar a la de Núñez de Haro, alentado por la epidemia de cólera de 1833. Según narra Alicia, obtuvo el permiso del Vicario Capitular y Gobernador de la Mitra, Manuel Posada y Garduño, para convertir el camposanto de San Andrés en un cementerio general.
El Panteón de San Andrés pasó a conocerse como el Cementerio General de Santa Paula por el Ayuntamiento ese año de 1836. La historiadora añade que además lo ampliaron con la adquisición de un terreno anexo de 4 hectáreas, ubicado en el costado norte, conocido como Santa Marta, y que en la actualidad, las dos secciones de Santa Paula estarían dividas por la calle de Moctezuma.
“Es a partir de este proceso que ha surgido una confusión con los tres nombres –San Andrés, Santa Paula y Santa Marta– y se ha considerado que eran espacios distintos, pero no es así, todos conformaron el Panteón de Santa Paula”, nos aclara. Con esta ampliación, se convirtió en uno de los panteones más grandes e importantes de la capital, con casi 7 hectáreas.
El terreno de esa extensión, prosigue, "ha pasado a la historia sin mayor importancia, sabemos que se sepultaba en el suelo por un peso y que ahí estaba la fosa común, que no tenía costo, pero poco se sabe de quienes lo ocuparon".
Continúa y nos recuerda que la parte más antigua tuvo una historia distinta, porque a partir de 1836 quedó reservada para personas pudientes, cuyos nichos costaban quince pesos.
Las normas sanitarias y las enfermedades
“Así transcurrió la historia del Panteón de Santa Paula hasta la segunda mitad del siglo XIX”, continúa la historiadora, y menciona que, si bien en un principio el entonces camposanto de San Andrés fue construido afuera de la traza urbana, la expansión de la ciudad no tardó en alcanzarlo.
La idea siempre fue responder a los problemas de salubridad con lo que entonces llamaban “medidas higienistas”, asumidas por el clero y el gobierno civil, de acuerdo con la investigación de nuestra invitada.
Pero con el crecimiento de la mancha urbana, la preocupación por la propagación de enfermedades a través de los miasmas continuaba vigente. “Santa Paula se había deteriorado mucho con un terremoto ocurrido en 1858 y las costumbres funerarias de la época no le favorecían”, comenta.
Entre las prácticas de aquel entonces que hoy resultarían desde riesgosas hasta indignantes, Alicia menciona que “se sepultaba a ras del suelo, las tumbas de personajes opulentes eran saqueadas, los animales acudían a alimentarse de los restos, no había vigilancia y los muros estaban en malas condiciones”.
En cuentas resumidas, la investigadora resalta que no podía garantizarse la contención de las enfermedades en una ciudad a merced del sarampión, la viruela, el cólera, la lepra, la fiebre amarilla y otros males.
Por otro lado, dice, las Leyes de Reforma no tardaron en hacer efecto en este y otros panteones, ya que surgió el interés de formar nuevos panteones sin el predominio religioso y bajo una administración civil.
A pesar de su connotación política, la Ley de Secularización de Cementerios de 1859 mostró una preocupación por la salud pública al considerar cerrar los cementerios más insalubres, observa Vázquez Aguilar.
Alicia se acerca al final de esta historia al decir que el cierre definitivo del Panteón de Santa Paula inició en 1871 con el bando emitido por el Gobernador del Distrito Federal, Tiburcio Montiel, en el que se prohibía realizar nuevas inhumaciones.
Santa Paula fue clausurado “en razones de conveniencia pública", para preservar la salud de los habitantes, pero los deudos todavía podían pagar el refrendo. Es decir, los cambios urbanos no traerían cambios administrativos que afectaran a quienes pagaban derechos de perpetuidad desde antes de anunciarse la clausura.
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En 1881 se dio la última prórroga: quedaban sólo dos meses para “mudar” a los difuntos a los cementerios del Pocito, Campo Florido y de Dolores, donde se les compensaría con un espacio similar. Terminado ese plazo, el Gobierno del Distrito Federal dispondría de los restos y del material del panteón, señala la entrevistada.
“Pocos restos no fueron reclamados en esa parte del panteón, sin embargo, en el terreno adquirido en 1836 se quedaron alrededor de 2,000 osamentas”, nos narra.
“El Panteón Civil de Dolores, abierto en 1875, puso fin al problema”, dice la historiadora, pues éste era un panteón planificado, para entonces lejos de la ciudad, y que además se manejaba con un reglamento, vigilado y dividido en función de la edad y causa de muerte.
“Aunque todavía existía preocupación por el contagio de enfermedades, los descubrimientos de la bacteriología de Robert Koch y Luis Pasteur comenzarían a plantear un nuevo rumbo para prevenirlas”.
Los terrenos de Santa Paula fueron objeto de disputas entre el Gobierno del Distrito Federal, el Ayuntamiento, la Beneficencia Pública y los vecinos de la zona. Una vez resuelta la controversia, en favor del Ayuntamiento, en 1881 el cementerio comenzó a lotificarse.
Los dos principales compradores fueron Miguel López, vecino de la zona que adquirió la mitad del terreno antiguo, y el general Ignacio María Escudero, amigo de Porfirio Díaz que se quedó con buena parte del terreno anexado en 1836.
El final del relato de nuestra invitada nos regresa al siglo XXI, pues comenta que “en la actualidad no existe una placa alusiva al panteón, sin embargo, en Paseo de la Reforma y Riva Palacio una placa indica que allí estuvo el barrio de Santa Paula”.
Respecto al valor histórico de estos espacios, Alicia considera que es importante “rescatar la memoria urbana de estos sitios históricos, alejarnos de la visión mórbida y entenderlos como parte de la construcción de las ciudades, un elemento urbano conectado con otros y con las dinámicas sociales”.
Opina que “morir nunca ha sido cualquier cosa”, sino algo que requiere de un espacio particular emplazado en una ubicación particular. Su despedida, a modo de reflexión, expresa que el “qué hemos hecho con los muertos y a dónde van nuestros muertos habla de nosotros como sociedad”.
- Fuentes consultadas:
- Archivo Histórico de la Ciudad de México (AHCM)
- Archivo General de la Nación (AGN)
- De Valle Arizpe, Don Artemio, 1967, pp. 84-85.
- De la Garza Becerra, “El entierro de una pata”, 2010, pp. 46-49.
- García Cubas, El libro de mis recuerdos, 1904, p. 385.
- González Acosta, “Los restos de José”, 2009, pp. 7-22.
- Rivera Cambas, México pintoresco, artístico y monumental, t. II, 1880, p. 68.
- Sánchez Vázquez y Mena Cruz, “El camposanto de San Andrés”, 2002, p. 126.
- Sierra y Rosso, Discurso que por encargo de la Junta, 1842, pp. 1-7.
- Vázquez Aguilar, “De ‘mansión de los muertos’ a negocio inmobiliario”, 2020, pp. 90-145.