El triunfo de Morena, inesperado por su magnitud y por su efecto en el Congreso y en las gubernaturas, obedece a muchas causas que habrá que analizar con calma. No quiero aquí subestimar la capacidad de comunicación de AMLO y la forma en que controló (y controla) la agenda política del país durante estos cinco años, como no lo hizo ningún presidente anterior.

Hay que reconocer, además, que Scheinbaum, a pesar de no poseer una personalidad carismática, tuvo como candidata la virtud de la disciplina, (especialmente en el tercero de los debates), y su congruencia con una estrategia de campaña que no se apartó de sus temas, la cual llevó finalmente a un mensaje preciso en sus insistentes mensajes de radio: “Si vamos a ganar, pero hay que votar por Morena en toda la lista electoral”.

Frente a esto, el mensaje de Xóchitl pareció en ocasiones disperso. Abarcaba demasiados temas. El tema de la inseguridad pública es probablemente el más grave del momento (aunque Claudia simplemente lo ignoraba), pero no pareció motivar mucho al electorado.

Habrá otras razones para entender lo ocurrido, pero en estas líneas quiero resaltar un tema fundamental: la crisis de todos los partidos y la mutación del sistema político mexicano desde el 2000 y seguramente antes. Aún está pendiente de aclarar los efectos políticos del obradorismo, que curiosamente estarán sujetos en gran medida a la forma en que gobierne de Scheinbaum, y con quién, así como su relación con los distintos grupos que integran Morena.

La misma crisis de los partidos explica por qué Xóchitl no podía ganar con esos tres partidos: uno en disolución, el PRD, otro en franca descomposición, el PRI, encabezado por un político veleidoso y desordenado que expulsó a buena parte de los priistas anteriores, y el tercer partido, el PAN, calladito, como temeroso de salir a hacer campaña, con un dirigente mediocre y desdibujado.

No vi a ninguno de esos partidos haciendo una campaña enjundiosa ni entusiasta por la candidata del Frente. Sus dirigentes se veían incómodos junto a Xóchitl, y ella también con ellos, al tiempo que buscaba una identidad como candidata más ciudadana que partidista. Los partidos no estaban preocupados por impulsar a la candidata común, sino a sus propios cuadros para el Congreso, y en el camino tampoco hicieron eso de forma eficiente. Por ahora, no se ve a dónde irán esos tres partidos (en realidad los dos que sobrevivirán) con esos dirigentes, pero lo primero que deberían de hacer es renunciar, como escribe una amiga mía.

De todas formas, esa oposición no perdió ante un partido político: Morena no es un partido normal (ni su dirigente tiene nada de genio político). Es el instrumento, sin ideología propia, de un caudillo político que supo alinear todo el aparato del gobierno, que recortó el presupuesto para subsidiar a millones de votantes, que recaudó recursos para hacer una campaña previa a la legal, poniendo espectaculares y pintando bardas en todo el país (sin que se aclarara cómo se financiaron) en favor de la entonces Jefa de Gobierno, cuando aún no empezaba la campaña, que usó miles de empleados (los Siervos de la Nación) con sus uniformes guindas y viáticos pagados por el gobierno, integrando padrones de beneficiarios de programas sociales para atrapar desde el primer año del sexenio a los futuros votantes, como no lo podía hacer ningún partido de oposición. Y que todos los días fungió como el real y virtual jefe de campaña de su candidata. No fue poco.

No es "la gente" la que ganó estas elecciones, como creen algunos confundidos, tal vez de buena fe, sino un presidente muy fuerte que después de 18 años de campaña sabía cómo acopiar y luego usar todo tipo de recursos, políticos y materiales para extender su poder e imponer a su sucesora.

Para muchos mexicanos no hay motivo para festejar, ante la posibilidad de que el nuevo gobierno retome algunas de las prácticas del que ya se va. Por ejemplo, la nula relevancia que se dio en esos cinco años al desarrollo económico del país y a la inversión pública productiva, es decir, no la que sólo sobrevivirá con permanentes subsidios presupuestales. Por ejemplo, las malas relaciones con inversionistas privados y extranjeros, la renuncia a modernizar el sistema energético nacional, manteniendo a toda costa los costosos monopolios estatales. Por ejemplo, la incapacidad (o falta de voluntad, pues) de dialogar con la oposición, que se llevó al extremo de organizar en Palacio Nacional reuniones de gobernadores, pero sólo los de Morena, como si los estados gobernados por políticos de otros partidos no estuvieran en el territorio nacional.

Por otra parte, sería nocivo para el nuevo gobierno heredar a los enemigos del anterior: periodistas, intelectuales, escritores, medios de comunicación en general, madres buscadoras, grupos feministas y otros.

Xóchitl si fue una candidata ciudadana porque realmente no tenía otra salida, y eso no daba para mucho. Lo vivimos cuatro veces en el Zócalo y en Reforma (y en otras ciudades del país), y lo vivimos con entusiasmo y con asombro. Esas manifestaciones me recordaron a los gritos estruendosos de los estudiantes del 68, que rebotaban en los edificios del centro histórico. Aquellos tampoco iban a ganar un proceso electoral desde un movimiento social no partidista, un poco como la marea rosa de ahora, pero nadie puede negar su presencia ni su validez histórica, ni en los años sesenta ni ahora, especialmente un nuevo gobierno. Bastante hizo la candidata con la mala mano de cartas que le tocó.

No queda más que esperar que la futura presidenta tenga una visión propia, más moderna y serena del país, y se logre poco a poco separar de los actos y las ideas de su mentor para reducir o superar la gran polarización de la sociedad que generó y que hereda López Obrador. Pero incluso esa esperanza parece también flaca, especialmente si en el mes que sigue, el presidente decide aprobar sus veinte reformas, porque dejaría de lado a la presidenta electa, con un programa propio truncado y con reducidas posibilidades de negociar sus propias reformas.

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