La guerra en Ucrania ha tomado a la mayoría de líderes políticos occidentales por sorpresa. Su limitada capacidad de reacción y el evidente miedo hacia Putin contienen un recuerdo histórico y un eco insondable con lo sucedido en Alemania bajo el Tercer Reich .
Al igual que hoy en día, también entonces hubo líderes políticos que buscaban apaciguar a Hitler, no hacerlo enfadar, cederle algunos territorios pensando que con eso estaría saciado su instinto expansionista. Hubo de venir Winston Churchill y recordarle al mundo, en sus memorables discursos desde el Parlamento de Westminster, que a los tiranos se les enfrenta y se les derrota, aunque cueste “sangre, sudor y lágrimas”.
Dejar que Rusia se instale de facto en todo el territorio de Ucrania va a dar lugar a un impulso para que Putin logre su sueño de unir a la “Gran Rusia”. La vida de los ucranianos, mientras dure la ocupación extranjera, será durísima y es probable que muchos de ellos sean detenidos y enviados a campos de concentración. Una vez asentados en Ucrania, no será difícil que los rusos miren hacia Moldavia o hacia los países bálticos, incluyendo esa preciosa nación, ejemplar en tantos sentidos, que es Estonia, pero quizá también a Finlandia o incluso a Suecia.
Si con el paso del tiempo nos damos cuenta que la tolerancia hacia Putin permitió que en suelo ucraniano se volvieran a repetir las experiencias de Auschwitz, Birkenau y tantos otros lugares de exterminio, no habrá justificación alguna.
Recordemos a tiempo las palabras de Kazimierz Dziewanowski, cuando decía —en referencia a la Polonia que sufrió bajo el yugo nazi—: “En nuestro país, en nuestra presencia y ante nuestros ojos asesinaron a varios millones de personas inocentes; fue un acontecimiento tan espantoso, una tragedia tan inmensa que es justo y humano que los que sobrevivieron estén obsesionados y no puedan recobrar la calma”.
Auschwitz, que sintetiza en una sola palabra toda la capacidad del ser humano para destruir, para aniquilar, para deshumanizar a las personas, para masacrarlas. Para privarlas de todo cuanto significa ser humano. Auschwitz ha sido y debe seguir siendo para nuestra conciencia y para nuestro espíritu de libertad una sirena que aúlla en la noche. No deberíamos bajar la guardia luego de saber que algo tan atroz como Auschwitz llegó a pasar.
Y si pasó eso significa, al menos, que podría volver a pasar. Si un pueblo tan avanzado espiritualmente como lo era el pueblo alemán de la República de Weimar fue capaz de permitir el encumbramiento de un psicópata como Hitler, no hace falta ser muy imaginativo para darse cuenta de lo que podría hacer un desalmado de esa talla en un país dominado por la ignorancia y la corrupción, pero dotado de armamento nuclear.
Auschwitz nos exige pensar hoy en día sin hacernos los inocentes, sin pretender que no hay allí afuera personas dispuestas a encarnar el mal absoluto. Esas personas existen y nuestra responsabilidad moral e intelectual es hacerles frente, anteponiendo la libertad frente a los intentos ilegítimos para imponer la coacción.
Recordemos los textos tan conocidos de Ana Frank , Primo Levi o Víctor Frankl , pero también las aportaciones más complejas y profundas, a veces referidas a otros regímenes totalitarios, como las de Alexander Solzhenitsyn o Eugenia Ginzburg sobre el Gulag. Incluso los testimonios literarios (como la monumental novela Las benévolas de J. Litell), periodísticos (como el muy conocido ensayo de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal) o cinematográficos (como La lista de Schindler de S. Spielberg), nos abren los ojos y nos colocan frente a la realidad del mal absoluto, del mal que ha existido y que se impuso (aunque afortunadamente por pocos años) en el corazón mismo de la cuna de la cultura europea y occidental.
Leer esas narraciones no puede dejarnos indemnes. La experiencia de lo sufrido bajo la locura totalitaria no puede pasar desapercibida.
Tiene razón Ernesto Garzón Valdés cuando escribe lo que fue la locura nazi: “Infierno cerrado de asesinato masivo o espiral de indignidad en el más básico sentido de la palabra: esto es lo que fue el Holocausto. Y porque lo fue, no está moralmente permitido cansarse de condenarlo. Quien se cansa, quien considera que ya todo está dicho y que toda reiteración es superflua, facilita el ingreso del olvido. Al hacerlo, reduce la conciencia de la propia dignidad, que no se agota en la defensa de la propia agencia moral, sino que incluye también el respeto a la dignidad del prójimo. Por ello, toda lesión de la dignidad del otro revierte como un bumerán sobre la propia dignidad”.