Mientras que en los medios de comunicación y en las redes sociales se habla todos los días de los grandes casos judiciales y de las pugnas entre el Presidente de la República y la Suprema Corte, lo cierto es que la mayor parte de las causas judiciales del país transcurren en los juzgados de primera instancia que conocen de temas civiles y familiares.
Según datos del Inegi,cada año llegan a conocimiento de los tribunales mexicanos unos 950 mil procedimientos judiciales sobre cuestiones familiares y unos 540 mil sobre asuntos civiles. Es decir, casi un millón y medio de nuevos casos anuales en estas dos materias. Es una cifra apabullante, que tiene ahogados a los juzgados y que obliga a que los procesos se demoren meses y meses antes de poder ser resueltos, sin que además sean estudiados a fondo y con el tiempo necesario para ofrecerles a las partes una respuesta de calidad.
Deberíamos preguntarnos como sociedad qué es lo que explica que se haya producido una verdadera explosión de conflictos civiles y familiares. ¿Qué está pasando en el país que hay tantos reclamos por deudas no pagadas, por contratos incumplidos, por matrimonios que se disuelven a los pocos meses o años de haberse celebrado, por peleas entre padres que se disputan la guarda y custodia de sus hijos, por pensiones de alimentos que no se cubren y que obligan (sobre todo a las mujeres) a tener que hacer esfuerzos sobrehumanos para sacar adelante a sus descendientes?
La enorme litigiosidad en materia familiar nos pone ante la evidencia de un profundo fracaso a nivel de relaciones sociales y demuestra que muchos de los problemas mayúsculos del país empiezan precisamente dentro de lo que debería ser su fundamento primario: el hogar familiar.
De hecho, los datos disponibles del propio Inegi nos permiten afirmar que en muchas de las familias mexicanas existen altas tasas de violencia de todo tipo. Recordemos que la violencia no solamente es física (golpes, palizas, lesiones, estrangulamientos, asesinatos, femicidios), sino también psicológica, económica, patrimonial y ahora incluso digital, cuando se realiza a través de las redes sociales y en general mediante el uso de las nuevas tecnologías.
Según la ENDIREH 2021, el 70% de mujeres mayores de 15 años en México reportan haber vivido al menos un evento de violencia de género en su vida. Destaca la violencia psicológica (sufrida por el 51% de mujeres), seguida de la violencia sexual (23%). Un 10% de mujeres han sufrido al menos un episodio de violencia física, que es la forma más dañina y extrema de violentar su dignidad.
Esa violencia enturbia las posibilidades de que las personas vivan una existencia plena, que se desarrollen en su máximo potencial, que aprovechen su etapa escolar, que opten a mejores trabajos, que desarrollen relaciones sanas y hasta que sean plenas en su vida sexual. La violencia ha marcado y sigue marcando la vida de millones de personas a lo largo y ancho de la República. No me refiero a la violencia que surge por la nula seguridad pública que se vive en buena parte del territorio nacional, sino a esa violencia que se produce en el núcleo de la intimidad familiar y de pareja. Me refiero a esa violencia que permea en la mesa del hogar, en las recámaras, en las convivencias de los fines de semana, en las madrugadas de angustia de una mujer que espera a su marido sabiendo que si llega borracho le va a propinar una cruel golpiza.
Sabemos que muchos divorcios son producto de algún evento de violencia, de eso que se conoce como “la gota que derramó el vaso” y que ya no permite que una persona siga conviviendo con otra.
En este contexto, el pasado 7 de junio se publicó en el Diario Oficial de la Federación el nuevo Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares, que es una norma que ofrece un rayo de esperanza para dirimir con mayor celeridad y de mejor manera los conflictos sociales cotidianos, aquellos que afectan a millones de personas, aunque no aparezcan en las noticias y casi nadie se fije en ellos.
La puesta en funcionamiento del Código Nacional va a requerir de grandes esfuerzos financieros, de infraestructura, de capacitación y hasta de cultura jurídica. Pero por el momento es la única esperanza tangible para intentar paliar una realidad social muy dolorosa, que no podemos permitir que siga como está.
Abogado constitucionalista. @MiguelCarbonell