Mientras nos acercamos al escenario trágico en el que casi 70 mil personas han fallecido por causa del Covid-19, la vida va poco a poco entrando en lo que se ha dado en llamar la “nueva normalidad”.
Las tiendas y los cines comienzan a abrir. Los personas siguen viajando en avión y en autobús. Los trabajos se retoman, aunque sea a la distancia. Y las escuelas hacen el mejor esfuerzo para adaptarse al inicio de curso más extraño del que tengamos memoria. Todo parece estar al revés y nada se parece a lo que conocíamos. Ha cambiado hasta la forma de conducirnos cuando subimos a un elevador o cuando nos encontramos a una persona conocida.
En este huracán de cambios, la tarea de impartición de justicia parece estarse moviendo con una enorme lentitud. Varios de nosotros alertamos desde los meses de abril y mayo que teníamos que avanzar a toda velocidad hacia un modelo de justicia digital que permita salvaguardar la vida, la salud y la integridad física de todos los involucrados. Para construir ese nuevo modelo se requerían inversiones en infraestructura, capacitación del personal, instructivos de uso para que los abogados aprendan el funcionamiento de las nuevas herramientas digitales y sobre todo una enorme voluntad política para remover las inercias que desde hace décadas atenazan los avances de la justicia en México.
En pleno mes de septiembre podemos afirmar que se desperdició una enorme cantidad de tiempo y que muchos de los avances quedaron simplemente en buenas intenciones. Ni siquiera hubo el indispensable seguimiento legislativo para poder construir con solidez jurídica el nuevo paradigma de la justicia digital. El senador Ricardo Monreal presentó una iniciativa de reforma constitucional sobre el tema, pero nadie parece estar dándole seguimiento (ni siquiera su propio autor), además de que los legisladores siguen sin aprobar el indispensable Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares (creo que es como la quinta vez que lo repito en este mismo espacio de opinión de EL UNIVERSAL, sin que nadie se sienta aludido o tome cartas en el asunto).
Pese al tiempo transcurrido, deberíamos aprender lo que está sucediendo en otros países (sobre todo los europeos) que ya están enfrentando una segunda ola de contagios de coronavirus una vez que relajaron los mecanismos de aislamiento social y retomaron sus actividades cotidianas. En México ni siquiera hemos terminado la primera ola, pero ya nos estamos acercando a la peligrosa temporada otoñal de la gripa, que pondrá a prueba la capacidad de respuesta institucional de nuestros hospitales y clínicas. No debemos confiarnos.
Tenemos que seguir insistiendo en construir la justicia del siglo XXI que merece nuestro país. Las mejores prácticas son de sobra conocidas: oficialía de partes digital, expediente electrónico, sistema de notificaciones virtuales, firma electrónica, audiencias telemáticas, desahogo de pruebas a través de internet, catálogo de incidencias y la forma en la que deben ser resueltas (por si se va a la luz, o alguna de las partes no tiene buena conexión de internet, etcétera).
De hecho, lo ideal sería que todo ciudadano pudiera contar con una especie de firma digital universal, que permitiera desahogar trámites ante todo tipo de autoridad, de modo que pudiera servir para presentar una demanda ante cualquier tribunal de la República (ya sea del fuero federal o del fuero común), ante cualquier autoridad administrativa o incluso para hacer algunos trámites notariales. Si la tecnología nos puede ayudar a evitar los contagios, hay que utilizarla a fondo. Es la vida de personas la que está en juego: el deber absoluto del Estado mexicano es cuidar de ellas.
La justicia digital puede y debe abarcar además los muy conocidos métodos alternativos de solución de controversias (MASC), de forma que podamos llevar a cabo conciliaciones de manera remota, propiciando acuerdos entre las partes de un litigio (pensemos en las enormes ventajas que esto tendría en materia laboral o en el derecho de familia).
La justicia digital no solamente nos puede ayudar a evitar contagios, sino que a mediano y largo plazos puede generar importantes ahorros de tiempo, dinero y esfuerzo para los abogados, los jueces, los fiscales y para los ciudadanos usuarios del sistema de justicia. Los juicios desahogados a través de internet pueden ser más veloces, más baratos y mejor atendidos por el personal judicial.
En el fondo, la justicia digital nos debe obligar a repensar la profesión jurídica, tal como está sucediendo en muchos otros ámbitos profesionales. Ni modo que todo esté cambiando y que lo único que no podamos modernizar sea el trabajo que hacen los juristas. Por el contrario: los abogados debemos poner el ejemplo y aportar todo lo que podamos para hacer un mejor trabajo. México lo requiere, con gran urgencia.
Investigador del IIJ-UNAM