Se acaban de cumplir 30 años de la caída del Muro de Berlín. Esas tres décadas coinciden con la entrada en la universidad de mi generación. Justamente el 13 de noviembre de 1989, pocos días antes del tumultuoso derrumbe del muro, asistíamos por primera vez a las aulas de la Facultad de Derecho para iniciar los estudios que nos iban a permitir la obtención de un título profesional.
Poco hubiéramos podido imaginar de todo lo que ha pasado durante estos 30 años y lo rápido que han transcurrido. Ni la historia se terminó en 1989, ni la democracia liberal ha logrado asentarse en todo el mundo. Los problemas de desigualdad, corrupción e impunidad siguen caracterizando a México, como lo han caracterizado desde tiempos de la Colonia.
Hoy en día, sin embargo, tenemos un país que presenta enormes cambios. La apertura económica de los años 90 nos obligó a mejorar nuestra competitividad internacional, abriendo las puertas del apetitoso mercado de Estados Unidos y Canadá para los productos mexicanos de exportación. Poco a poco se ha ido creando una clase media que ha tenido acceso a bienes de consumo como nunca antes en la historia. La actividad comercial y de servicios se ha extendido por todo el país, gracias en buena medida al aumento de la capacidad de compra de los mexicanos.
En lo negativo, hay que apuntar que persisten la pobreza y la impunidad, y no se ha avanzado nada en el combate a la inseguridad. Los avances en la situación económica no se han generalizado y las instituciones públicas siguen siendo de juguete en su mayor parte. Cuando tiene que enfrentarse a los poderes reales (como lo vimos en la “batalla de Culiacán”), el Estado mexicano es todavía demasiado débil.
Tampoco hemos logrado consolidar nuestro sistema democrático. Solamente quienes ven en la democracia un juego de recambio de élites en el poder, limitado fundamentalmente a la realización de consultas electorales cada tres o seis años, pueden estar satisfechos con los resultados de nuestro sistema político. Hemos avanzado en el conteo de votos y en la organización electoral, gracias a la seriedad y el profesionalismo de instituciones como el INE, desde luego. Pero no hemos avanzado en la generación de ofertas electorales que entusiasmen y que nos hablen del país del futuro. Ha habido alternancia electoral, pero los resultados a nivel de las entidades federativas y de los municipios son bastante mediocres.
Los avances en la calidad de vida siguen estando en riesgo por la precarización y empobrecimiento de nuestro sistema de salud, por la persistencia del empleo informal, por la influencia de los ciclos económicos de otros países (sobre todo de los Estados Unidos) y por la dependencia de ese regalo envenenado que ha sido el petróleo. La explotación petrolera ha sido un enorme apoyo para el gasto público, pero ha pospuesto durante décadas la modernización de diversos sectores del Estado mexicano y ha permitido dilapidar ingresos fáciles, sin preguntarnos qué debíamos hacer con esa riqueza.
En Noruega la explotación de su riqueza petrolera les ha permitido configurar un fondo de inversión que hoy en día les asegura el bienestar a las próximas 10 generaciones de noruegos (y que ha sido tan bien administrado que sigue creciendo días tras día). Héctor Aguilar Camín nos ha recordado que en México los altos precios del petróleo han sido equivalentes a 6 veces el monto del llamado “Plan Marshall” que permitió la reconstrucción de Europa al final de la Segunda Guerra Mundial. ¡Se hubiera podido reconstruir seis veces Europa con el dinero que ingresamos y que fue desperdiciado por pésimos gobernantes!
La sensación que queda, cuando uno mira hacia atrás para ver lo que han sido estos 30 años, es que hemos perdido demasiadas oportunidades. Nadie puede negar que ha habido avances, pero también debemos aceptar que México podría estar hoy en día en una mucho mejor posición. La buena noticia es que cada día podemos corregir el rumbo y hacer mejor las cosas. De nosotros depende.
Investigador del IIJ-UNAM.
@MiguelC arbonell.
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