El pasado 6 de diciembre se presentaron dos iniciativas de ley en materia electoral ante la Cámara de Diputados por parte del Grupo Parlamentario de Morena.
La nota que se ha destacado es que esta vez los cambios propuestos no surgen del diálogo entre las fuerzas políticas ni del consenso, sino de una mayoría que, frente a la imposibilidad de lograr la aprobación de la iniciativa de reforma constitucional del ejecutivo, recurrió a un “plan B” que podría eliminar candados que evitan la disparidad en el uso de recursos para comunicación social, la promoción en favor de personas servidoras públicas y la propaganda gubernamental en periodos cercanos a elecciones y, al mismo tiempo, podría debilitar al árbitro electoral, poniendo en riesgo la confiabilidad de los comicios.
Ambas modificaciones al sistema de controles electorales parecen dirigirse en sentido contrario a la tendencia general conforme a la cual se ha construido nuestra democracia en el último medio siglo. Por ejemplo, la primera de estas iniciativas considera, entre otras cosas, que no será comunicación social la información que se emita sobre las acciones del gobierno si su difusión no se financió con fondos públicos, lo que le permitiría a las fuerzas políticas en el poder darse a conocer con más herramientas que sus contendientes, incluso en tiempos de veda electoral.
Por su parte, la segunda de las iniciativas consiste principalmente en recortar la cantidad de personal con que cuentan el INE y el TRIFE y modificar sus facultades de tal manera que podría dificultar que realmente cumplan con su papel observadores imparciales para garantizar el conteo y la validez de los sufragios.
En consecuencia, de entrar en vigor el “plan B”, las fuerzas de oposición enfrentarían una lucha desigual y las elecciones correrían graves riesgos, ya que un partido gobernante podría usar su posición para adquirir ventajas indebidas al competir en una elección y la ausencia de un réferi fuerte posibilita la impunidad frente a probables irregularidades.
La experiencia de las décadas pasadas nos enseñó que cuando un escenario así se presenta, la defensa de la libertad política y la democracia se vuelven más complejas, porque las instituciones dejan de responder a una lógica ciudadana y sus ocupantes empiezan a pensar de manera partisana, evitando que el disenso y las alternativas sean una opción.
Desde la inclusión de las diputaciones y senadurías plurinominales en 1977 hasta la creación del Instituto Nacional Electoral en 2014, todos los cambios constitucionales y legales habían marchado sobre la base de robustecer el sistema de arbitraje que evitaba que la fuerza política dominante tradujera su preponderancia en permanencia.
Por ello, los partidos de oposición junto con el bloque de contención en el Senado hemos presentado diversas acciones de inconstitucionalidad para controvertir la validez de estos cambios, pero no por ello dejamos de reconocer que la auténtica democracia requiere diálogo y consensos, sobre todo en un tema tan sensible como este que tantas luchas y batallas exigió. Ahora la decisión está en manos de la Suprema Corte, que resolverá la constitucionalidad o no del “plan B”.
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