La toma de posesión de Claudia Sheinbaum como la primera mujer en ocupar la presidencia de México marca un momento histórico en la lucha por la representación de las mujeres en el poder. Este evento además de tener un componente simbólico, resalta la creciente presencia de mujeres en el servicio público, un espacio tradicionalmente dominado por hombres. Sin embargo, la pregunta que surge es si esta representatividad es suficiente para transformar las dinámicas de poder que persisten en las instituciones. ¿Puede el simple acceso de mujeres a posiciones de poder garantizar una verdadera justicia?

El servicio público puede parecer, en primera instancia, una expresión de virtud. Sin embargo, como bien señala David Kennedy en The Dark Sides of Virtue, esta visión puede ser engañosa. Kennedy argumenta que la noción de hacer el bien, especialmente desde el ámbito estatal, a menudo esconde una relación compleja con el poder. Las acciones que pretenden ser justas pueden transformarse en mecanismos de control, y el servicio público, en lugar de servir a la gente, puede terminar reforzando desigualdades o deshumanizando a quienes pretende ayudar.

Kennedy advierte que las instituciones, incluso aquellas diseñadas con las mejores intenciones, corren el riesgo de volverse opresivas cuando se institucionalizan sin un análisis crítico. El servicio público, en su afán por gestionar problemas sociales, a menudo despersonaliza a los individuos, reduciéndolos a cifras o procesos. Aquí es donde el feminismo tiene un papel clave: como un lente que cuestiona las dinámicas de poder dentro del Estado.

Desde esta óptica, el feminismo en el servicio público debe ser crítico, en el sentido de que debe interrogar las estructuras mismas del poder. Janet Halley, en su obra Governance Feminism, sugiere que cuando el feminismo se integra en el poder estatal, debe tener cuidado de no replicar las jerarquías que intenta desmantelar. En muchos casos, el poder que busca ser justo puede volverse represivo, como Kennedy observa: “Las acciones virtuosas pueden no estar tan lejos de las conductas que calificamos de injustas cuando se institucionalizan sin crítica”. El servicio público, bajo esta lógica, no debe ser una institución neutral, sino un espacio de transformación y justicia consciente.

La advertencia de Kennedy se hace más evidente en contextos donde el servicio público, bajo el pretexto de proteger o ayudar, en realidad termina imponiendo su propio criterio de lo que es correcto o necesario para la población. Esta visión no solo es problemática, sino que puede volverse profundamente autoritario. Esta supuesta virtud, en palabras de Kennedy, “se convierte en una herramienta para justificar la imposición de poder sobre otros, bajo el manto de hacer el bien”.

Es aquí donde el feminismo, especialmente desde la perspectiva de Halley, ofrece una vía crítica para entender y resistir este peligro. Halley argumenta que el feminismo debe ser consciente de su relación con el poder estatal y, más allá de la inclusión de mujeres en el servicio público, se necesita una transformación estructural que cuestione las jerarquías mismas del sistema. De lo contrario, como Kennedy sugiere, el poder que busca el bien puede ser indistinguible del poder que perpetúa la opresión.

Este enfoque no implica abandonar el servicio público, sino ejercerlo con una vigilancia constante sobre cómo se ejerce el poder. Las mujeres, y todas aquellas personas comprometidas con la justicia social, deben estar alertas a las formas sutiles en las que las instituciones pueden desviar sus ideales hacia el control. El feminismo en el servicio público es entonces una práctica de resistencia diaria, una lucha por no dejarse capturar por las sombras mismas del poder.

Al final, la crítica de Kennedy sobre los peligros de la virtud resuena como un recordatorio constante para quienes ocupan posiciones de poder en el servicio público: nunca hay que dar por sentado que hacer el bien es suficiente. El poder debe ser siempre cuestionado, y la virtud, bajo una mirada feminista, debe ser una práctica consciente de resistencia, justicia y transformación.

Si bien la llegada de Claudia Sheinbaum a la presidencia es un hito que no debe minimizarse, es esencial recordar que la representatividad no lo es todo. La presencia de mujeres en el servicio público, aunque crucial, no garantiza por sí sola la transformación de las dinámicas de poder. Sin una mirada crítica que cuestione las estructuras opresivas, la inclusión corre el riesgo de ser simbólica. El verdadero cambio no reside solo en ocupar el espacio, sino en rediseñarlo desde una ética feminista que desafíe el status quo y promueva la verdad, la igualdad y la verdadera justicia.

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