No podía ser de otra manera para una persona con más de un nombre: Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, concluyó varias vidas con una sola muerte. Murió el teólogo, el profesor, el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el Papa emérito. Naturalmente, las interpretaciones sobre el Papa alemán no faltaron (santo casi heroico para unos, conservador despreciable para otros), pero sí se extrañaron las lecciones que pueden extraerse de su biografía. Así, el valor intelectual, la cautela -sobre todo en posiciones de poder- y la honestidad en el deber me parecen las lecciones vitales más destacables del último Papa del siglo XX, del primer Papa del siglo XXI.
Joseph Ratzinger fue un hombre valiente, capaz de defender sus ideas ante cualquier interlocutor. Su pensamiento puede gustar más o menos, pero su determinación para exponerlo y dialogarlo sólo puede gustar. De esta virtud, surgieron discusiones valiosas e interesantes con las mentes más representativas de la izquierda, muchas de ellas francamente ateas, que vale la pena revisar: los célebres debates con Jürgen Habermas y Flores d’Arcais, pero también su exquisita carta al matemático italiano Piergiorgio Odifreddi sobre fe y ciencia.
Ratzinger era un esgrimista intelectual, un erudito accesible, un democristiano arquetípico que conjugaba sus convicciones conservadoras con un Estado constitucional de derecho. Pero su valor no se limita a la pluma y las aulas: el Papa emérito también requirió valentía para impulsar que los procesos contra sacerdotes pederastas adquiriesen un carácter civil y judicial. Asimismo, demostró coraje al buscar mayor transparencia en las finanzas de la Santa Sede, en sus ingresos e inversiones. Para entender una frustrante falta de resultados y cambios de lenta velocidad, necesitamos recordar lo que el internacionalista Maurice Pernot escribió, en 1924: “el Papa es el gobernante más absoluto y, al mismo tiempo, el menos independiente”.
Otra lección de la vida política de Benedicto XVI es la importancia de la cautela, de calcular las consecuencias antes de llevar a cabo cualquier acción. Ratzinger fue poco cauteloso, sus acciones y declaraciones llegaron a desatar verdaderas crisis en el Vaticano, justamente por la incapacidad de entender que la voz de un Papa no es la voz de un profesor o de cualquier obispo.
El Papa causó protestas en el mundo islámico con el torpemente redactado discurso de Ratisbona; causó escozor en la comunidad judía cuando reestableció la posibilidad de celebrar misa bajo el rito tridentino, que ruega por el pueblo que mandó a Cristo al Gólgota y causó el enojo de los grupos más afines a las reformas del Concilio Vaticano II cuando levantó la excomunión impuesta a cuatro obispos nombrados por Marcel Lefevbre, férreo opositor cismático al Concilio. El ejercicio del poder requiere preparación técnica, pero también oficio político; parafraseando al propio Ratzinger, es necesario recordar que la política sin razón es siempre indeseable, pero la razón sin política puede resultar contraproducente. Hay que decirlo: un pontificado técnicamente robusto, pero políticamente débil.
Finalmente, Benedicto fue un hombre honesto: cuando supo que sus fuerzas físicas e intelectuales ya no eran suficientes para encarar los enormes desafíos de la Iglesia, decidió renunciar al ministerio petrino. La honestidad radica entonces en actuar conforme a lo que se espera de uno: si las condiciones individuales -técnicas, morales y hasta físicas- no están a la altura del cargo, entonces es tan importante hacerse a un lado como fue importante haber dado un paso al frente. La honestidad en el deber es quizá la lección más trascendente de su pontificado; pensemos un momento cómo sería nuestra clase política si tuviera ese nivel de congruencia.
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