Putin no se siente escuchado por Occidente. La crisis que se ha estado construyendo en Ucrania tiene mucho que ver con eso. Hay varios otros factores influyendo, sin duda. Pero en esencia, Putin siente que sus preocupaciones y exigencias no están siendo consideradas con seriedad. Y lo está haciendo saber. De ahí la importancia de la videollamada Biden-Putin del martes, a pesar de las muchas diferencias que persisten.

Permítame recuperar este ejemplo: Durante la crisis de los misiles de 1962, el secretario de defensa estadounidense McNamara quiso establecer un férreo control sobre cada buque, cada submarino y cada aeronave que mantenía el bloqueo sobre Cuba. Temía que los militares malentendieran el objetivo del bloqueo. “Literalmente vivió en el Pentágono del 16 al 27 de octubre”. El Almirante Anderson, jefe de operaciones navales, estaba exasperado por lo que consideraba una intromisión del secretario de defensa en sus funciones. En un momento dado, Anderson, irritado, dijo a McNamara que la marina estadounidense sabía cómo llevar a cabo bloqueos, operaciones que habían efectuado exitosamente desde el siglo XVIII. McNamara respondió que esa operación “no era un bloqueo, sino un medio de comunicación entre Kennedy y Kruschev”. Ese incidente es relatado con detalle por H.R. McMaster, el exconsejero de Seguridad Nacional de EU, en su libro Dereliction of Duty (Incumplimiento del Deber).

La actual acumulación de casi 100 mil tropas rusas en sus fronteras con Ucrania—y el mensaje de que una invasión rusa a ese país pudiera ocurrir dentro de las próximas semanas—podría entenderse también como un “medio de comunicación”. En este caso, una comunicación que procede de un emisor que se siente exasperado porque sus rivales no lo han estado escuchando.

Efectivamente, el conflicto ucraniano permanece irresuelto desde 2014. En un texto, hace dos semanas, sinteticé algunos de sus principales factores (https://bit.ly/3oCneP9). Hay muchos elementos confluyendo a la vez. Además de los propios componentes de un conflicto latente, están ahí los efectos devastadores (humanos, económicos, políticos, sociales y psicológicos entre otros) por la pandemia, las situaciones políticas internas tanto en Ucrania como en Rusia y por ende, la necesidad de dar fuerza al sentimiento nacionalista ante sus propias audiencias; está ahí el tema del gas y la relevancia del territorio ucraniano en el traslado del hidrocarburo desde Rusia hacia Europa, y ahora el posible impacto del gasoducto Nord Stream 2 que llevará el gas ruso hacia Alemania por una ruta distinta. En fin, todos esos y muchos otros factores importan y suman.

Pero en el corazón del conflicto, está el mensaje que Putin viene repitiendo una y otra vez desde 2014 y que, a decir suyo, no ha sido escuchado por sus contrapartes occidentales: Ucrania no es un “espacio de influencia rusa”, sino su zona inmediata de seguridad. Ucrania no es Siria. Ucrania no es, ni siquiera, Afganistán que también tiene frontera con Rusia. Ucrania, histórica, cultural, lingüística, política y geopolíticamente, forma parte del círculo vital de estabilidad para el Kremlin. Ucrania, en la visión de Putin, no debería ser siquiera rozada por Occidente.

Pensemos, por ejemplo, en la península de Crimea, la cual sigue siendo formalmente parte de Ucrania, a pesar de que Rusia la gobierna desde 2014. La península de Crimea domina al Mar Negro. Bien podría ser una isla, salvo por ese pequeño estrecho que le conecta con el continente. Desde ese espacio se puede controlar el comercio, la navegación, el destino y tránsito de una importante cantidad de recursos. Pero no solo eso. La península es una especie de torre de vigilancia que define quién entra y sale de Eurasia. Por eso fue tan peleada durante tantos años. Y por eso fue una de las grandes conquistas de la zarina Catalina la Grande.

Se ha escrito mucho acerca de cómo Crimea fue un territorio perteneciente a Rusia desde 1783 y acerca de cómo Kruschev la cede a Ucrania en 1954. Pero más allá de lo que digan los papeles o los tratados, podríamos decir que quizás desde la percepción rusa, Crimea nunca fue propiamente “perdida”, por así decirlo. En una primera etapa, no se estaba entregando Crimea a otro “país”, pues Ucrania no era un estado independiente. Ucrania era una más de las Repúblicas Soviéticas Socialistas, pieza integral de la URSS y, por lo tanto, en última instancia, un territorio bajo soberanía soviética, protegido y resguardado por el ejército de ese estado.

Una vez que la URSS se desintegra en 1991 y que Ucrania obtiene su independencia en 1994, Rusia no siente en realidad que estuviese “abandonando” Crimea. Primero, porque conserva una importante flota—presente ahí desde el siglo XVIII—que resguarda sus intereses, y segundo, porque percibe a la naciente Ucrania como un estado amortiguador entre Moscú y Europa que depende comercial, económica, energética y militarmente del Kremlin y, por tanto, destinado a permanecer dentro de su zona de control y seguridad.

Lo que sucede con el movimiento Maidán del 2013-14, y más concretamente tras el derrocamiento del presidente ucraniano Yanukovih, es que Ucrania, en la percepción de Putin, estaba rompiendo con una firme línea histórica y se estaba escapando de la esfera de seguridad de Moscú, situación que, desde su perspectiva, estaba siendo motivada por Occidente. Así, la península de Crimea, estimada no solo como estratégica sino muy probablemente como propia, se salía de lo que es valorado desde el Kremlin como su absolutamente legítimo e histórico control.

De ahí su determinación para “reconquistarla” y, tras un referéndum muy cuestionado, anexarla a la Federación Rusa, a pesar de que virtualmente ningún país la reconoce como territorio ruso y a pesar de las múltiples sanciones impuestas por Occidente.

Para Putin, las líneas rojas que sus contrapartes “no han querido escuchar” o entender, tienen que ver con sus sospechas de que la OTAN—la alianza rival—sigue queriendo integrar a Ucrania como ha integrado a otros países que formaban parte de la URSS. Tienen que ver con la presencia de esa alianza atlántica para armar y entrenar a Kiev, y “construir infraestructura” para, desde ahí—en su visión—amenazar la seguridad rusa. Tiene que ver con el uso, por vez primera, de un dron—provisto a Ucrania por Turquía, país miembro de la OTAN—para atacar a los separatistas apoyados por el Kremlin. Tiene que ver con los ejercicios navales conducidos por Washington y sus aliados en el Mar Negro, cerca de Ucrania.

"Ustedes, los estadounidenses, están preocupados por nuestros batallones que se encuentran en territorio ruso, a miles de kilómetros de Estados Unidos", le dijo Putin a Biden, según uno de sus asesores. "Pero nosotros estamos realmente preocupados por nuestra propia seguridad".

Esa es justo la relevancia de una llamada como la ocurrida el martes pasado entre ambos presidentes. En efecto, los temas permanecen sin resolverse. Pero una comunicación más directa, permite a ambas partes señalar de manera clara cuáles son sus demandas, sus intenciones, sus límites, las consecuencias si es que esos límites se rompen, y, sobre todo, ofrecer incentivos o vías de salida para evitar el conflicto, las cuales posteriormente ambas partes deben sopesar.

El problema mayor quizás, consiste en que los análisis que solo consideran los factores geopolíticos, las percepciones de las grandes potencias, y su disposición al empleo de la fuerza, o a negociar, a veces omiten lo que está sucediendo al interior de la sociedad propiamente afectada, la ucraniana. Por ejemplo, los agravios sociales por la corrupción de la clase política y las demandas desde aquel 2014 (y desde mucho antes) para que eso cambie. Más allá de lo que se diga en Washington o en Moscú, la aspiración de una gran mayoría de ucranianos de romper sus cadenas con Rusia, pero también, la aspiración de la minoría étnica y culturalmente ligada a ese país, de permanecer bajo su cobijo. Considere una encuesta de esta semana, la cual señala que 54% de personas en Ucrania piensan que los acuerdos de Minsk—que han garantizado ceses al fuego previos—deben revisarse, el 21% cree que no se debe seguir negociando, y apenas un 12% está convencido de que Ucrania debe cumplir con los acuerdos pactados previamente.

En suma, independientemente de los múltiples factores que se han combinado en la construcción de la crisis actual, Ucrania es para Rusia un tema de seguridad vital. Desde su perspectiva, sus quejas y demandas al respecto de ese espacio percibido como de íntima proximidad, han sido ignoradas por Occidente. Y eso es lo que está queriendo comunicar. La pregunta entones es si es posible primero, distender la grave situación actual, y luego, encontrar puntos medios que permitan considerar tanto lo que sucede al interior de Ucrania, como los objetivos de Putin y de sus contrapartes. De eso va a depender lo que suceda en las siguientes semanas.

Twitter: @maurimm

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