No sé si usted recuerda la “Primavera Árabe” (que curiosamente arrancaba en un diciembre, antes de que siquiera llegara el invierno). Tras días de incontenibles manifestaciones en la plaza Tahrir, el presidente egipcio Mubarak se veía obligado a abandonar el cargo después de décadas en el poder. En todo el planeta se hablaba de la “revolución” egipcia. El “despertar” de la sociedad de ese y otros países. El “arribo de la democracia”, en buena medida gracias al “empoderamiento social que ofrecían las nuevas tecnologías de comunicación” y otros factores relacionados. En ese entonces, poco se valoró lo que en realidad fue el primero de tres golpes de Estado, diseñado de manera tal que poca gente lo entendió como tal; los nuevos gobernantes prometían estar del lado del cambio y la “revolución”. Luego de las primeras elecciones democráticas para el parlamento, sobrevino el segundo golpe de Estado, esta vez en contra de esa flamante legislatura. Y poco después, ocurrió un tercer golpe de Estado que ahora derrocaba al presidente que había sido democráticamente electo, Mohammed Morsi. Ese último golpe, hace ya diez años, colocó en el poder a quien hoy sigue gobernando Egipto: el general Sisi. Morsi, como muchos miles de hermanos musulmanes más, sufrió la pena de muerte. Poco se habla ya hoy acerca de esa “revolución primaveral”. La historia reciente de Sudán guarda algunos paralelos que vale la pena comentar.

Tal vez las confusiones inician cuando se considera que las dictaduras están sostenidas por una única figura: “El Dictador”, cuya fuerza y poder son de tal magnitud que, se podría llegar a pensar, una vez fuera de la silla esa persona, ha ocurrido de manera automática e inmediata una “revolución”. Naturalmente, las circunstancias varían de caso a caso, pero la realidad es que normalmente, existen poderosas estructuras (políticas, económicas y sociales), construidas a lo largo de muchos años, que soportan el ejercicio de poder autoritario de esa persona. En ocasiones pasa que, en efecto, ocurren transiciones exitosas y emergen sistemas democráticos (en distintos grados). En otras ocasiones, a pesar de la salida del dictador, las estructuras, o una buena parte de ellas, se mantienen ahí.

El caso actual de Sudán puede resumirse así: la lucha entre dos actores que emergen de esas mismas estructuras del poder dictatorial que sostuvieron en el cargo a Omar al Bashir durante tres décadas. Ambos actores fueron instrumentales para la caída del dictador en 2019 y, a lo largo de los últimos cuatro años, habían podido—al menos relativamente—negociar sus diferencias y aspiraciones. Hasta ahora, cuando el débil equilibrio se rompió. Paralelamente, esos actores, que en su momento dijeron estar a favor de la transición democrática, llevan también años negociando con la sociedad civil, en momentos cediendo en ciertos aspectos, y en otros momentos imponiendo su fuerza. Me explico.

Tras décadas de un gobierno autoritario y represivo, en 2019 emerge un movimiento social en Sudán de enorme trascendencia. Desde entonces observamos con mucho detenimiento el empoderamiento de las mujeres, de la sociedad civil en general, y su clamor por transformaciones de fondo. Pero la salida de Bashir del poder y su inmediata aprehensión, tienen que ver, sobre todo, con la decisión de ciertas figuras que estaban bajo su mando, quienes optan por retirarle el respaldo y sacarlo del cargo. Sobreviene entonces un primer golpe de Estado en abril de ese año, que culmina con la toma del poder por quien entonces era el vicepresidente y ministro de defensa, Ahmed Awad Ibn Auf. No obstante, las protestas sociales continuaron con fuerza, exigiendo que el dictador Bashir fuera extraditado para responder por sus cargos ante la Corte Penal Internacional. Ibn Auf no puede aguantar la presión, casi inmediatamente renuncia y ya desde entonces, Abdel Fatah al-Burhan asume el control del ejército y del país, prometiendo la transición.

Entonces, intentando simplificar, podríamos ponerlo así: Hablemos de tres actores. Uno de ellos es el general Abdel Fatah al-Burhan, el líder de facto del país quien representa al ejército. El segundo es el general Mohammed Hamdan, un líder militar que procede de las milicias de asalto que Bashir empleó durante décadas como una fuerza paralela, los “Janjaweed”, macabramente famosos por su horrendo rol en las masacres y crímenes de Darfur, consideradas por muchas y serias fuentes como genocidio. Hamdan lidera lo que hoy se denomina las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), un grupo paramilitar, calculado en 100 mil combatientes con un enorme peso, el cual sigue representando una fuerza paralela al ejército formal. Hamdan (también conocido como Hemeti) es además un hombre muy rico, ligado a negocios como las minas de oro, con conexiones que van desde Riad hasta el Kremlin y el grupo ruso de contratistas privados Wagner (de hecho, ya hay reportes de prensa [WSJ, CNN] que indican que, en las actuales confrontaciones, Wagner estaría apoyando a las RSF con misiles y armamento). El tercer actor, podríamos decir, es la sociedad civil. Este no es, por supuesto, un actor unitario pues se compone de muy diversas posturas. A lo largo de cuatro años, hemos visto grupos políticos y sociales que se rehúsan a negociar con los militares, mientras que otros actores son mucho más pragmáticos y sostienen que no hay alternativa sino negociar con los poderes fácticos.

Este último no representa un dilema menor. Quizás la primera señal de lo que vendría después sobrevino en ese mismo 2019, cuando las milicias de Hamdan asaltaron el campamento de los manifestantes asesinando, hiriendo, violando y ultrajando a las y los civiles. No solo se trataba hechos de violencia material, sino de actos para comunicar un mensaje de fuerza y terror a ese movimiento social que emergía. Estos actos, desde entonces, quedan ahí en la mente colectiva de la sociedad, exhibiendo lo que esos personajes—los mismos que nunca se fueron a ninguna parte y con los que había que negociar—eran capaces de hacer. “Sabíamos que esto podría suceder. Durante años, Hemeti mató y quemó en Darfur. Ahora Darfur ha llegado a Jartum”, decía Alaa Salah, una mujer entrevistada por el NYT en ese 2019.

Es bajo ese contexto que, al revisar los hechos de estos cuatro años, se puede observar meses y meses de negociaciones, acuerdos firmados, acuerdos rotos, pactos alcanzados, y también una esperanza construida, para ser posteriormente quebrada con los eventos que siguieron. De esas primeras negociaciones emerge un gobierno civil liderado por el primer ministro Abdallah Hamdok, quien tuvo que sostener los equilibrios en un entorno de pandemia y convulsión económica y política internacional, hasta donde le fue posible. Pero hay que entender que estos equilibrios no eran solo entre los civiles y los militares, sino también entre los propios generales. Se intentó durante años que las negociaciones entre el ejército y las Fuerzas paramilitares de Apoyo Rápido de Hamdan (las RSF) pudieran fluir, en esencia buscando una institucionalización que permitiera que la transición realmente llegara.

Un siguiente momento de quiebre vino el 25 de octubre del 2021 cuando los militares (tanto Burhan como Hamdan) deciden poner el freno a una sociedad civil que se seguía sintiendo con fuerza para cuestionar sus privilegios. El primer ministro Hamdok fue derrocado y arrestado en este segundo golpe de Estado. La cuestión es que, en parte por la presión internacional, y también considerando la fuerza que la sociedad civil ha adquirido en Sudán, los militares no quisieron romper completamente el diálogo, incluso tras esos hechos. Pocas semanas después de haberlo arrestado, esos mismos militares golpistas trajeron de vuelta al primer ministro y anunciaron que seguían dispuestos a continuar las negociaciones hacia una transición democrática. Por ello, a pesar de que Hamdok posteriormente decide renunciar de manera definitiva y Burhan asume el liderazgo de facto del país, el año 2022 está nuevamente marcado por conversaciones de ida y vuelta, un largo proceso en el que la comunidad internacional intentó ganar influencia. A pesar de todas las dificultades, ese diálogo generó esperanzas cuando en diciembre del 22 se firma un acuerdo marco para establecer un calendario de dos años de transición rumbo a las elecciones.

No obstante, ya en el 2023, esa transición se retrasa una y otra vez, en esencia por dos factores: el primero tiene que ver con el equilibrio entre el ejército—que, hay que entenderlo, sigue controlando al país y desea soltar lo menos que sea posible de ese poder que detenta—y los civiles; el segundo factor es la disputa existente entre Hamdan y Burhan, es decir, entre el ejército formal, y las milicias paramilitares de asalto (RSF) que componen una monumental fuerza paralela. La propuesta que lleva ya años, ha sido fusionar esas Fuerzas de Apoyo Rápido con el ejército y, por tanto, institucionalizarlas dentro de las estructuras de un Estado que habría de transitar hacia el gobierno civil. Pero esa lucha de poder que lleva ya demasiado tiempo, termina por estallar. Durante los últimos meses las relaciones entre ambos, Burhan y Hamdan, se fueron deteriorando públicamente y los esfuerzos para la transición hacia el gobierno civil que ya estaba pactada e incluso mediada por actores internacionales, terminaron por fracasar. Ambos generales se fueron preparando para pelear hasta que todo explotó hace unos días.

Este es un evento en desarrollo y en este momento desconocemos cómo se pueden acomodar las fuerzas que están disputando el control del país. Pero independientemente de ello, el caso arroja lecciones para reflexionar acerca de las dificultades que se presentan cuando una sociedad logra finalmente empoderarse y ejercer tanta presión como para sacar de la silla a un dictador, pero no tanta como para mover el fondo de las estructuras de poder que sostenían a ese dictador. Negociar con esas fuerzas que sobreviven no es sencillo. La comunidad internacional también necesita asumir su responsabilidad en estos hechos, y comprender cuál es su rol para coadyuvar con un proceso de cambio tan complejo como este.

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