En 2008, la intervención rusa en Georgia duró 12 días. En ese tiempo, Moscú consiguió, cabalmente, alcanzar los objetivos que buscaba. En 2014, Rusia logró ocupar Crimea y expulsar de ahí al ejército ucraniano en menos de 10 días. En 2015, cuando Rusia decide intervenir militarmente en Siria para apoyar a su aliado Assad, en pocos días dominaba los cielos de ese territorio, y atacaba a los rebeldes no con lo necesario, sino con mucho más de lo necesario, por ejemplo, enviando misiles de alta tecnología desde el Mediterráneo. No olvidemos que ya para entonces, la coalición liderada por Estados Unidos se encontraba en Siria bombardeando el territorio que controlaba ISIS. Pero lo de Rusia era otra cosa. Por cada bombardeo de EU o sus aliados contra ISIS, Moscú lanzaba 4 o 5 más contra la misma ISIS o contra todas las milicias rebeldes enemigas de Assad. Así es como Rusia alcanzó metas que iban mucho más allá del rescate de su aliado, y desde entonces se proyectó como la potencia dominante de la zona. El tema no era si Rusia era la superpotencia más poderosa, sino la que se exhibía como más determinada y eficaz. Por eso, para Putin, lo de Ucrania es tan importante no solo en términos de lo que ese territorio significa, sino como una herramienta de comunicación que impacte en la mente de sus rivales. De ahí las dificultades que su estrategia está experimentando. Pero de ahí también los crecientes riesgos de escalada.
Si lo miramos en términos de las narrativas que se han construido, podríamos señalar dos relevantes. En una de ellas, la historia cuenta que, contra todas las predicciones, el ejército ucraniano ha conseguido detener o retrasar, cuando menos, los planes rusos. De acuerdo con esa historia, el Kremlin pensaba que la mayor parte de Ucrania sería ocupada en unos pocos días—como sucedió con Crimea—con muy escasa resistencia, si acaso. Esa historia resalta el heroísmo, valentía, entrenamiento y eficacia del lado ucraniano, y una enorme torpeza, falta de previsión, de diseño estratégico, e incluso falta de preparación entre las tropas rusas.
En la otra historia, que nos llega desde el Kremlin (se puede dar seguimiento a la página de la agencia TASS, por ejemplo), todo marcha de acuerdo al plan. Rusia sigue avanzando en su “operación militar especial”, y en cambio, el gobierno ucraniano se muestra indispuesto a negociar seriamente, sin entender el grave daño que enfrenta su país, del cual, por supuesto, la dirigencia “nacionalista” y “neonazi” en Kiev , es responsable. Esta historia cuenta que, si Rusia no ha ocupado ciudades importantes, es porque está buscando proteger las vidas civiles. No porque no pueda. Más aún, en un viraje discursivo, ayer el ministerio de defensa ruso indicó que no está intentando conquistar ciudades ucranianas, sino solo fortalecer su presencia en el este del país.
El problema para Putin es que a medida que pasan los días y las semanas, la narrativa dominante en casi todo el planeta es la primera. Los hechos, no el discurso, reflejan que la intervención actual en Ucrania no se parece nada a lo que el ejército ruso logró en Georgia en 2008, en Crimea en 2014 o en Siria en 2015. Lo sabemos porque las posiciones rusas han avanzado muy poco en el mapa, porque si el objetivo era “desmilitarizar y desnazificar” a Ucrania, como lo indicó Putin cuando dio inicio a la guerra, Rusia necesitaba tomar el control de la infraestructura militar y política del país, cosa que, por ahora, no parece estar ocurriendo.
El punto es que, así como Siria , esto tiene implicaciones que van mucho más allá de Ucrania. Adversarios y aliados en todo el planeta se encuentran tomando nota de cada uno de los pasos que se están dando y, a medida que transcurre el tiempo y circula la versión de la ineficacia del ejército ruso, el Kremlin va perdiendo cada vez más un pedazo de la imagen que se fue construyendo en los últimos años. Si la situación permaneciera en el estado actual, se vulneraría considerablemente el poder no-material de Moscú , su capacidad para demandar, negociar y cumplir sus metas geopolíticas. Rusia quedaría, en pocas palabras, como un país cuyas capacidades reales distan de su discurso. Por tanto, desde la perspectiva de Putin, no es viable detener las hostilidades sin antes conseguir un enorme viraje en esas percepciones y narrativas.
Por el contrario, el Kremlin considera que necesita exhibir su poder, de la forma que sea, rápida y eficazmente. Esto explica el despliegue de misiles de precisión, armas de alta tecnología, bombardeos desde el mar y, ya como lo vimos la semana pasada, misiles hipersónicos—llamados por Moscú “los misiles imparables” (porque lo son)—con cabezas convencionales, pero con capacidad de portar armas nucleares, atacando objetivos militares. Los bombardeos contra la infraestructura civil se encuentran también al alza. El costo humano—tanto en vidas civiles como entre militares ucranianos —de este despliegue de fuerza, ha sido enorme.
Es decir, si lo que Rusia busca no ha podido ser conseguido mediante tácticas de combate en tierra, mediante el despliegue de casi 200 mil tropas, con tanques, vehículos y equipo militar con apoyo aéreo, entonces la propia espiral ascendente de guerra empuja y seguirá empujando a Moscú a escalar el conflicto y a la utilización de herramientas cada vez más letales buscando, por un lado, doblegar al gobierno de Zelensky, y por el otro, transformar la narrativa acerca de su ineficacia y su mal desempeño, y así penetrar en la mente de sus rivales como la superpotencia que es.
Esta es, en otras palabras, la campaña cognitiva. Las negociaciones difícilmente prosperarán mientras Putin se considere vulnerado en esa otra guerra. Por supuesto que es posible que Moscú ajuste sus metas iniciales; el Kremlin ha ya dado señales en ese sentido. Sin embargo, terminar la campaña militar con una derrota en la campaña cognitiva no está, por ahora, en sus planes. Si la situación le obliga, no obstante, a recalcular, y Putin decidiese asumir una derrota cognitiva, es probable que, en Moscú, desde ya, se rediseñen estrategias rápidas para revertir el daño a la imagen de fuerza que Rusia sufriría.
El riesgo es que, mientras el desgaste actual se prolongue, otro tipo de peligros se empiezan a volver más presentes. EU y la OTAN han sido muy vocales en publicitar la inteligencia con la que dicen contar, acerca de la posibilidad del empleo de armas no convencionales (químicas, biológicas o incluso nucleares, aunque degradadas) por parte de Rusia. Pero más allá de las severas implicaciones que una situación así supondría, mientras la narrativa de la “Rusia perdedora” siga creciendo, Moscú podría llegar a tomar la decisión de escalar sus bombardeos hacia, por ejemplo, convoyes de armas o combatientes voluntarios en camino a Ucrania, pero ya en países como Polonia u otros, y con ello, poner a prueba a la OTAN.
Lo que urge comprender, en suma, es que cuando se desata una espiral ascendente de violencia, se produce una dinámica que cobra una especie de vida propia y que no es simple detener. Ya no estamos, lamentablemente, en el punto temprano en el que esa espiral era más manejable y, a medida que pasan los días, se le sigue perdiendo más control. Por consiguiente, es indispensable, justo en este punto, no solo que todos los países involucrados directa o indirectamente en el conflicto actúen con la mayor prudencia considerando elementos como los que señalo, sino que muchos otros países y actores no-estatales que hoy se ven perjudicados por la infinidad de repercusiones que esta situación está arrojando, hagan los mayores esfuerzos para encontrar puentes y pensar en estrategias creativas de desescalamiento a fin de evitar que la situación se siga deteriorando. Hay esfuerzos en curso. Se necesitan muchos más.