Hoy, cuando Kabul cae en manos de los talibanes, pareciera que solo hubiese lugar para una narrativa binaria: como si las únicas dos alternativas eran el repliegue total de las tropas estadounidenses o la reactivación de los círculos de violencia que Afganistán ha vivido las últimas décadas. Las opciones terceras, como decía Umberto Eco, son excluidas del relato. Explorar un mayor abanico de alternativas, sin embargo, nos permite tal vez no corregir lo que ya se hizo, pero sí asimilar y aprender las lecciones para afrontar lo que viene. Coincidiendo en que Estados Unidos y la OTAN no podían permanecer eternamente en ese país, desde Trump hasta Biden había que pensar mucho mejor las estrategias de salida.
En este caso, comparto algunas de las enseñanzas de una simulación sobre Afganistán que efectuamos en 2019 (justo cuando Trump negociaba con los talibanes) con estudiantes de la Universidad Iberoamericana, quienes prepararon con mucho tiempo y seriedad los muy variados roles de actores que probaron su relevancia en ese entonces, y que la están probando ahora mismo. Incluyo, además, reflexiones actualizadas al respecto.
Primero, las simulaciones de conflicto y negociación se utilizan en todo el mundo no solamente como una herramienta altamente pedagógica, sino como un instrumento que permite arrojar luz sobre ciertos temas, pues cuando son efectuadas de manera rigurosa y profesional, nos permiten explorar escenarios, emociones y facetas de la conducta humana que no siempre se alcanzan a apreciar en libros, en ensayos o en investigaciones.
Segundo, las negociaciones entre actores estatales y actores no estatales violentos y/o extremistas ocurren todo el tiempo. El hecho de que pocas veces nos enteremos de ellas no significa que no tengan lugar. Por lo tanto, no debe sorprender a nadie el que una superpotencia como EEUU se hubiese sentado en Qatar a negociar con los talibanes, varias de cuyas facciones se encuentran en la lista de terrorismo del Departamento de Estado. La diferencia es que en ese proceso (2019-2020) las negociaciones fueron completamente públicas y abiertas.
Tercero, la falta de inclusión. Tal y como lo mostró nuestra simulación, el problema no fue la negociación en sí misma, sino la decisión de Trump de llevar a cabo esta negociación en dos fases. Una, entre la Casa Blanca y los talibanes, y una segunda posterior, entre éstos y el gobierno afgano. Esto ocasionó que el presidente Ghani y su gabinete se sintieran excluidos. Cuando finalmente se les incorpora al proceso, el acuerdo de Trump estaba ya sellado, lo que les obligaba a sentarse en la mesa bajo precondiciones que nunca aceptaron del todo y que, por tanto, propiciaron una dinámica negativa. Esta dinámica negativa perduró a lo largo de los dos siguientes años. Los talibanes incumplieron una buena parte de lo que pactaron con Trump y argumentaron que el gobierno afgano era quien estaba incumpliendo su parte.
Cuarto, el rol de las mujeres y el de la muy diversa sociedad civil afgana—que en nuestra simulación probó ser crucial en cualquiera de los escenarios de negociación—fue relegado a un segundo plano (si acaso). Lo que Trump quería, era sacar a sus tropas lo antes posible pues se avecinaba el calendario electoral, y como lo hemos documentado, los repliegues de tropas eran favorecidos por más de dos terceras partes del electorado estadounidense. Como resultado, la sociedad afgana, fue una vez más víctima, no agente de lo pactado en la primera fase. Entre otras tragedias, los ataques terroristas nunca cesaron. Para octubre y noviembre del 2020, los números de víctimas civiles por el terrorismo de los talibanes y por la rama afgana de ISIS, alcanzaron nuevos picos. No obstante, Washington ya estaba en plena retirada.
Quinto factor: Trump pudo, pero no quiso esperar para sacar a sus tropas. Dado que su objetivo central era el repliegue, dado que su pacto había sido ya firmado y dado que el proceso interafgano había “iniciado”, él consideró que ello bastaba para acelerar el repliegue. Incluso, ya cuando había perdido las elecciones, dio instrucciones para “finalizar” el repliegue hacia fines del 2020, cosa que el Pentágono le advirtió era imposible de lograr. Lo que sí consiguió, sin embargo, fue dejar a Biden un número excesivamente reducido de tropas (2,500 regulares), lo que, en su visión, obligaría al nuevo presidente a seguir adelante con el calendario de retiro.
Sexto, esta situación generó condiciones en el territorio que fueron percibidas por los talibanes como inalterables. Si la Casa Blanca había ya tomado sus decisiones y Estados Unidos estaba marchándose sin importar lo que sucediera con el proceso interafgano, ¿qué incentivos tenían ahora ellos para cumplir con su parte del pacto?¿Qué les obligaba a negociar seriamente con el gobierno de Kabul? Lo que sí hicieron fue “patear el bote” y prolongar el proceso lo suficiente como para mostrar que las negociaciones interafganas iban a “continuar” hasta asegurarse de que el retiro estadounidense era irreversible, momento en el cual simplemente tomaron el país y su capital.
Este panorama nos arroja distintas lecciones, entre otras, tres centrales: (a) el no incluir a actores que son cruciales en los procesos de negociación puede generar no solo condiciones que favorecen el incumplimiento de acuerdos, sino también “spoilers” o actores que sabotean el proceso. La decisión de Trump de pactar con los talibanes y solo después considerar al gobierno afgano, resultó en que Kabul nunca se sintió obligada a cumplir lo que habían negociado en su nombre, cosa que justificó a su vez el incumplimiento talibán; (b) con todo, el retiro de tropas se debió hacer contingente al avance de ese proceso y al cumplimento de compromisos de todas las partes; el que Trump acelerara el repliegue en lugar de detenerlo arrojó a Biden condiciones complicadas y decisiones no simples de tomar; (c) aún así, dado el incumplimiento talibán, y dado que el proceso interafgano estaba estancado, probablemente hubiese sido más inteligente que Biden suspendiera el retiro de tropas demandando mayores avances por parte de los talibanes, incluso pagando el costo político y material, de tener que desplegar miles de refuerzos adicionales obligándose a postergar todo para más adelante.
Aún así, las alternativas no eran necesariamente abandonar al país a su suerte o bien, permanecer ahí para siempre. En todo caso era necesario regresar a un escenario en el que los talibanes se sintiesen por un lado presionados y por otro incentivados a cumplir sus acuerdos y a seguir adelante con las negociaciones interafganas mediante una participación activa de EEUU y la OTAN que si bien accediera al repliegue de tropas, lo condicionara al puntual seguimiento de lo pactado—incluido por ejemplo el corte de lazos entre los talibanes y organizaciones terroristas transnacionales, cosa que nunca ocurrió—así como al avance de las negociaciones afganas. Es verdad que para lograr ese escenario Biden tenía que asumir las consecuencias, y probablemente más enfrentamientos. Pero eso no implicaba que no se pudiera lograr una negociación más eficaz y que eventualmente las tropas estadounidenses se pudiesen retirar de una forma distinta a lo que vimos. A la larga, se trataba de corregir la falta de inclusión de la sociedad afgana (con toda su diversidad, con las consideraciones de género, multiplicidad de etnias y la diversidad religiosa) en las decisiones que estaban determinando el destino de su país.
Lo que resta es reflexionar al respecto, aprender de ello y focalizar la energía para que la comunidad internacional pueda idear mecanismos creativos que combinen el diálogo, la presión y los incentivos, y que contemplen la nueva realidad en Kabul, pero que al mismo tiempo empujen por lograr esa inclusión—al menos en parte—que fue inicialmente olvidada.
Twitter: @maurimm