Ya sabíamos que Trump iba a ser absuelto por el Senado. No había una sola predicción que sostuviera que 20 senadores republicanos votarían con los 47 demócratas para destituir a Trump. Y, sin embargo, solo hasta que escuchamos la voz del presidente, observamos sus gestos, y se respiró el aire de triunfalismo que exhalaba en el corazón del mismo recinto que apenas siete semanas atrás había votado por destituirlo, solo entonces, entendimos lo que estaba ocurriendo. Una reedición, tal vez, corregida y aumentada de “lo que no te mata te fortalece”. ¿Tiene Trump entonces garantizada su reelección? No se puede saber; ya para estas alturas debimos aprender, creo, que en este tipo de temas es complicado predecir. Mucho más cuando las encuestas siguen siendo instrumentos muy limitados para transparentar la volátil toma de decisiones de los electores en tiempos como los que vivimos. Lo que sí podemos hacer es revisar hechos y datos. Esta semana, cargada de noticias de política interna en EEUU, nos deja (al menos) tres temas para ello: el caos demócrata en las asambleas de Iowa, el discurso de Trump del “Estado de la Unión” y el final del proceso de Impeachment.

Empezamos por esto último, toda vez que aquello que era un resultado cantado, conocido y predecible desde el mismo día en que se inició el Impeachment en la Cámara de Representantes, aparentemente termina por producir efectos psicológicos y simbólicos que sí sorprenden a varios y que dejan entre los demócratas un sentimiento de derrota aplanadora. Por ello, es legítimo preguntarse, si los demócratas sabían muy bien cómo iba a terminar este proceso, ¿por qué siguieron adelante con él? Hay varias explicaciones. Una de ellas indica que los legisladores estaban haciendo lo que sintieron que era correcto, especialmente algunos que se sintieron ofendidos y traicionados por un presidente que antepuso sus intereses personales ante la seguridad nacional de EEUU. Pero hay otro tipo de explicaciones que apuntan más bien a sus objetivos electorales, el deseo de cumplir con sus audiencias y, sobre todo, mantener viva en la agenda, durante el mayor tiempo posible, la idea de la potencial culpabilidad y traición de Trump, con el fin de ganarle la carrera sobre todo entre electores indecisos, con miras a las campañas de este año.

La cuestión es que, por lo que parece, la opinión pública no se movió ni un ápice. Según una encuesta de la Universidad de Quinnipiac de apenas hace dos semanas, después de meses de Impeachment , el mismo porcentaje de personas que votó por Trump en 2016, es el porcentaje que consideraba que el presidente no debía ser destituido. Por contraparte, el mismo porcentaje que en 2016 votó por la candidata demócrata, es el porcentaje que considera que Trump sí debía ser destituido. Más aún, según esa misma encuesta, la grandísima mayoría de votantes ya tenía su fallo personal emitido incluso antes de lo que pudiera surgir en el proceso. De hecho, en otras encuestas, los niveles de aprobación de Trump terminaron subiendo.

La verdad es que al final del camino, queda una sensación de que los demócratas, en lo general, fallaron en convencer de la culpabilidad de Trump a quienes no estaban ya previamente convencidos. Y en cambio, prevalece la impresión de que Trump se salió con la suya, que regresa victorioso y que ahora, cuenta con poderes extraordinarios para llevar a cabo lo que decida—incluso continuar con campañas de presión a gobiernos extranjeros para obtener ventajas personales—sin que alguien se vaya a atrever a tocarlo. Si esto es correcto, podríamos estar hablando de un “efecto boomerang” que muy probablemente los demócratas no previeron cuando decidieron iniciar el Impeachment.

Eso fue lo que marcó el ambiente durante el discurso del “Estado de la Unión”, pero no fue lo único. Según una encuesta de Harvard/Harris del 2019, los cuatro temas principales en las preocupaciones de los electores estadounidenses son en este orden: 1) inmigración, 2) seguridad social, 3) terrorismo, y 4) economía/empleos. Si revisamos con detalle el discurso del martes, Trump entiende a la perfección que esas son las cuatro prioridades a atacar, además de que encuentra cómo tejer una narrativa eficaz para conectar con ese electorado al que se dirige: Él, a diferencia de sus antecesores, sí cumple. Él ha construido el muro, y lo seguirá haciendo. Él protege a EEUU del peligro que representan los “extranjeros ilegales”. Él va a salvar al país de las medidas “socialistas” en seguridad social (y en otros asuntos) que han implementado los demócratas. Él acabó con el califato de ISIS y con el mayor representante del “terrorismo iraní”, Soleimani. Él es el que tiene al país con los mejores números económicos de las últimas décadas. Él ha sabido recuperar empleos para EEUU porque él sí prometió y cumplió renegociar el TLCAN, o supo someter a China mediante tácticas de negociación efectivas. Cuando tomó las riendas, el país era una “carnicería”, pero gracias a sus tres años de gobierno, estamos atestiguando “el gran regreso estadounidense”.

Y pasa que, ante un discurso emocionalmente eficaz, los hechos “alternativos” acaban venciendo. Pareciera que de poco o nada sirve verificar los datos. Los estudios demuestren que la inmigración no incrementa, sino disminuye el crimen; los reportes (incluso del propio Pentágono) indican que la muerte del líder de ISIS no hizo nada para reducir su peligro o actividades, y que esta agrupación se ha extendido a 56 países del globo; los análisis señalan que, si bien hay una recuperación de empleos, ésta puede ser temporal pues la economía de EEUU se está desacelerando. Pero ninguno de esos factores cambia lo que pudo apreciarse el día del discurso: un Trump que, aunque haga enojar a demócratas como Pelosi, o a liberales en las grandes ciudades de los estados costeros, entiende cómo debe hablar a los sectores que necesita para ganar. Estos sectores, por cierto, no se limitan a una base dura compuesta de “supremacistas blancos” o “trabajadores frustrados”. Trump ha sabido ganar la lealtad de sectores evangélicos, políticos e intelectuales conservadores, republicanos de distintas procedencias, y cantidad de empresarios felices con los números de Wall Street.

Por si ello no basta, la semana arrancó con la debacle demócrata en las asambleas de Iowa. No hubo resultados el lunes. Cuando empezaron a fluir, llegaron incompletos. Nada parecía estar funcionando. El partido lleva días tratando de explicar las fallas en el conteo de votos. La lentitud con la que los resultados fluyeron, así como las discusiones internas generadas, restaron energía ya no al candidato victorioso, sino a la fuerza del partido como un todo capaz de derrotar a Trump. Adicionalmente, las encuestas que señalaban a Biden como uno de los punteros en Iowa, contribuyeron a predicciones equivocadas y ahora, ese candidato favorito de un amplio sector de la estructura demócrata, se ve obligado a remontar su derrota tras haber quedado en cuarto sitio. Trump, como era de esperarse, sacó ventaja de cada uno de esos factores para seguir impulsando su semana triunfal.

¿Significa todo eso que Trump será reelecto? Yo no lo sé. Lo que sí queda claro es que el presidente sabe muy bien cuáles son los temas que tiene que empujar, sabe bien cuáles son los sitios geográficos específicos en donde necesita empujarlos para ganar—dado el funcionamiento del sistema electoral estadounidense—y que, tras lo ocurrido en los últimos meses y en especial en esta semana, el partido demócrata tiene una tarea de recomposición que va cuesta arriba.

Analista internacional.
Twitter: @maurimm

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