La idea de declarar a “los cárteles” mexicanos como grupos terroristas por parte de Estados Unidos está de nuevo a discusión. No se trata de un tema nuevo. Hillary Clinton, cuando era secretaria de Estado con Obama, ya hablaba del “narcoterrorismo” y la “narcoinsurgencia” como parte de lo que caracterizaba al crimen organizado mexicano. Poco después, el subsecretario del ejército de esa misma administración, Westphal, indicaba que el riesgo de que los cárteles “tomasen el poder” en México era cada vez más inminente, y que la atención de su país no debería concentrarse tanto en Irak o Afganistán como en sus vecinos del sur. De hecho, había dicho, podría ser necesaria una intervención militar con tropas incluso cruzando la frontera para resguardar los intereses de Washington. Luego se retractó, pero el tema estaba ahí en la mesa. El propio Trump consideró seriamente designar a esas agrupaciones criminales como grupos terroristas, y según relata Esper, su exsecretario de defensa, incluso quería enviar misiles contra territorio mexicano para combatir a esas organizaciones. Retomo el tema como lo he hecho en otros momentos, intentando aportar a esa discusión desde una perspectiva más académica, esencialmente basada en investigación, datos y amplia literatura sobre la materia.

Lo digo así porque la palabra “terrorismo” tiende a ser un término políticamente cargado y que, como tal, frecuentemente deja de servir al propósito de describir un fenómeno de violencia que sí existe y merece atención. Pareciera que el hablar de “terrorismo” es una forma de “elevar” el lenguaje como lo llegó a mencionar Aguilar Camín en 2011, cuando escribió que “escalar oratoriamente el conflicto hasta las nubes incendiadas del terrorismo es una forma de hacer terrorismo con las palabras”. En estricto sentido, sin embargo, el terrorismo es una categoría muy específica de violencia. No “mejor”. No “peor”. No más o menos grave en sí misma. Sino diferente a otras. Un determinado atentado terrorista—como ciertos secuestros de rehenes o acuchillamientos que ocurren bajo circunstancias específicas—puede producir muchos menos daños materiales y humanos que otras clases de violencia y, sin embargo, sí entrar dentro de la clasificación de “terrorismo”. En cambio, ciertas masacres o tiroteos masivos que producen decenas y decenas de muertes, pueden clasificarse como otras categorías de violencia. En su pico del 2015, el terrorismo producía 13 veces menos muertes que otras clases de homicidios (IEP, 2015). Y, sin embargo, era la preocupación mayor para muchos gobiernos del globo.

Esto es porque la esencia de un atentado terrorista está en el empleo de la violencia en contra de civiles, o actores no-combatientes, como instrumento o estrategia para generar un estado de shock, conmoción o terror en terceros (víctimas indirectas), con el propósito de canalizar un mensaje o reivindicación (usualmente política), empleando a ese terror como vehículo. El terrorismo no es violencia que causa terror, sino violencia pensada y perpetrada para causar terror, con el fin de impactar en la conducta, las actitudes o las opiniones de una sociedad o de sectores de la misma, y así, ejercer presión sobre determinados actores como pudiesen ser dirigentes o tomadores de decisiones, para alcanzar o acercarse alguna meta, o cumplir con determinado objetivo, el cual es normalmente político. Quienes utilizan este tipo de violencia son usualmente actores subnacionales que encuentran en ella gran eficacia en términos de sus capacidades y objetivos (Mulaj, 2010).

Por consecuencia, la cualidad y el tamaño real de un ataque terrorista no están determinados por el número de atacantes, por las armas empleadas, por la sofisticación de sus métodos, o por el número de siempre lamentables víctimas o daños materiales que ocasiona, sino por el impacto psicológico que produce, el monto de cobertura mediática que recibe, la cantidad de veces que los sucesos son reproducidos y retransmitidos en redes sociales y, por ende, el volumen del pánico esparcido, además de las afectaciones que ocasiona en lo político, en lo económico, en lo social o en lo cultural en una sociedad.

En México, por tanto, podemos entrar de fondo en la discusión acerca de hasta qué punto determinados actos violentos parecen entrar o no dentro de esas categorizaciones, o en qué medida una parte al menos de la violencia criminal tiende a parecerse más al terrorismo convencional. Podemos discutir si de verdad la motivación de grupos criminales es exclusivamente económica, o hasta qué punto la lucha por poder y dominación, rebasan lo estrictamente económico y cruzan hacia lo político.

Pero el propósito de una discusión que se haga esas preguntas es tener un mayor y mejor entendimiento de lo que nos sucede, y así, poder diseñar estrategias específicas para combatir de manera diferenciada un tipo violencia que es diferente a otras. Esto incluye, por citar un ejemplo, estrategias para prevenir y atenuar los efectos psicosociales que la violencia criminal premeditada para ello, ocasiona en tantos millones de terceras personas: quienes no tuvieron contacto con los actos violentos, pero sí con la narrativa (videos, imágenes, textos, etc.) acerca de los mismos.

Al margen de que llevamos varios años estudiando justo eso, y tratando de detectar qué actos concretos caben o no caben, al menos parcialmente, dentro de esta categoría de violencia, lo que se discute hoy entre el Congreso de Estados Unidos y la Casa Blanca es un tema aparte al que dedicamos las siguientes líneas.

Me concentro en dos factores: (1) la decisión política de designar a un actor como “terrorista” por parte de Washington, y (2) la eficacia en el combate al terrorismo por parte de ese país.

Estados Unidos, al igual que muchos otros países, designa a determinados grupos como “terroristas” o a “países que apoyan el terrorismo” a partir de criterios que no siempre están relacionados con la fenomenología de violencia arriba señalada, sino mucho más con temas de política interna o de política exterior de la administración en turno, los cuales, por supuesto, cambian con el tiempo y ocasionan que, bajo otros contextos y prioridades, Washington ahora decida eliminar o negociar esas designaciones.

El clasificar a un actor como “terrorista”, o a un estado como “promotor del terrorismo”, permite a EU liberar recursos, establecer sanciones concretas, aplicar determinada legislación o activar determinados protocolos militares y de inteligencia, que en teoría deberían permitir a ese país luchar mejor su “guerra contra el terror”, una guerra que libra desde hace décadas. Esto se podría entender básicamente desde las metas y objetivos estratégicos de ese país. La cuestión es que muchas veces, esas designaciones están sujetas a coyunturas, a administraciones, a presiones políticas que se generan en el interior de Estados Unidos (como ahora mismo las riñas entre el Congreso y la Casa Blanca) y no con la comisión o no de atentados terroristas por parte de algún actor designado. De pronto se puede observar que cuando Washington decide endurecer su política exterior en contra de un país o actor, lo etiqueta como terrorista, o al revés, cuando decide suavizar sus relaciones, elimina esas etiquetas.

Por ejemplo, las Guardias Revolucionarias Islámicas de Irán, ¿son o no son un actor terrorista? Podemos discutirlo, por supuesto, desde la óptica del terrorismo como violencia. Pero eso no es lo que determina el que hubiese sido apenas Trump quien los designó como “terroristas”, sino su política de presión máxima contra Irán. Obama, en cambio, que estaba en un proceso de negociación con Teherán, prefería evitar esa designación. Ahora mismo, cuando Biden estaba renegociando el acuerdo nuclear iraní, se consideró eliminar esa designación (y sigue siendo una de las cartas de la Casa Blanca sujetas a negociación). Entonces, de acuerdo con Washington, ¿esa corporación del gobierno iraní es o no es terrorista? Depende. Pero no de los actos que cometa, sino de la intencionalidad política que hay alrededor de esa designación. Lo mismo con Sudán, en otro ejemplo. Trump ofreció a ese país que, si normalizaba sus relaciones con Israel, le eliminaría la etiqueta de “país que apoya al terrorismo”. O bien, algo similar sucedió con los talibanes, durante su proceso de negociación con Trump (tras el que sellaron un acuerdo oficial con la Casa Blanca en 2020), muy al margen de que los grupos talibanes eran los mayores perpetradores de terrorismo en esos años (2019 y 2020).

Segundo, consideremos entonces que Washington decide designar a un actor como terrorista. ¿Significa eso que dicha clase de violencia es ahora mejor combatida? Las cifras y los datos son elocuentes. Basta revisar el Índice Global de Terrorismo durante los años de mayor presencia militar estadounidense en países como Afganistán e Irak (IEP, 2010-20). El hacerlo revela dos cosas. La primera: el terrorismo no solo no disminuye, sino que aumenta dramáticamente en esos países (y en el globo), convirtiéndose en los más afectados por ese tipo de violencia durante esos años de intervención militar. La segunda: cuando efectivamente, Washington consigue eliminar liderazgos o desmantelar células, el terrorismo muta y sobrevive. Cambia de forma. Se adapta a nuevas circunstancias, se mueve; a veces se oculta, y reemerge con fuerza.

Lo anterior tiene que ver con el hecho de que cuando existe una fenomenología compleja de violencias, como lo son el terrorismo—y los entornos en los que florece—o el crimen organizado, las medidas militares que no vienen acompañadas de una atención integral a las causas raíz de esas fenomenologías, resultan no solo insuficientes o ineficaces, sino precursoras de los propios fenómenos de violencia que supuestamente deseaban combatir.

En suma, debatir acerca de la presencia de terrorismo, o de un “cuasi-terrorismo”, o de “tácticas terroristas” (como las llama el colega Brian Phillips, exprofesor del CIDE), que determinadas organizaciones criminales pueden emplear, es importante, en todo caso, para nuestra sociedad. Pero las designaciones de “terrorismo” por parte de un país como EU, o las presiones políticas que empujan hacia esas designaciones, no son inocentes, tienen poco que ver con un legítimo deseo de “ayudar”, y, sobre todo, tienen poco que ver con la eficacia en el combate del fenómeno que dicen desear combatir.

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