En un viejo videocasete de mi boda, todavía se puede observar a José Luis Hoyo, mi profesor y mentor, platicando con mi abuela. Para mí, el haberlo invitado y que hubiese asistido fue uno de los mayores honores que pude recibir ese día. Para él, luego deduje, esa boda judía estaba llena de aspectos sociales que él quería explorar. “Me acuerdo mucho de tu boda”, me escribió años más tarde, “pues asistir al rito de tu religión fue algo inusitado para mí. Debo confesarte que, en contraste con las ceremonias católicas, aquello me pareció una fiesta colectiva, pues todo mundo hablaba en voz alta y a la pareja no parecían prestarle mayor atención”. Uno de esos aspectos que yo sabía le llamarían la atención era la lengua con la que mi abuela hablaba. Yo le expliqué que ella, viniendo de Turquía y Marruecos, permaneció expresándose, mayormente, en el judeoespañol de su infancia, así que los presenté y sostuvieron una buena conversación que, por alguna razón, la cámara y su memoria rescataron. “Disfruté mucho la cena, en la que pude conversar con tu abuelita que hablaba un perfecto español clásico del S. XVI”. El video, como si fuera ayer, sigue mostrando sus ojos, sus risas, y a mi abuela hablando con un personaje a quien jamás había visto ni volvería a ver.

Por esos años, José Luis me estaba capacitando como profesor. Me había abierto las puertas de sus aulas en la Ibero y en la UNAM. Era aquel complicado 1994. El año del zapatismo, el de las cartas del “Sup” que devorábamos sin parar; el año de los asesinatos políticos, el del “choque de las locomotoras”. El año del error de diciembre. “Los demonios andan sueltos”, recuerdo fotográficamente a José Luis Hoyo afirmar en uno de los salones de la UNAM en donde yo le asistía. Lo dijo al día siguiente del magnicidio de Colosio y muchos meses antes de que también lo dijera Mario Ruiz Massieu por otro de los asesinatos políticos de ese mismo año, el de su hermano. Yo tenía 25, y no puedo olvidar la voz de mi mentor, mezclando la teoría política clásica con el análisis de una coyuntura que para nosotros apenas se comenzaba a dibujar.

Así estaba yo un día, pleno de emoción cuando el teléfono viejo de la casa de Castro, el de la cocina, sonaba con fuerza para anunciarme que me necesitaba para una clase. Otro día, encargado completamente de su curso en la UNAM: “Aún no me perdono haberte dejado solo frente al terrible grupo de la Facultad, pero creo que fue tu mejor aprendizaje”. Otro más, tomando con él un curso extracurricular en la Facultad, sobre Niklas Luhmann. Y al otro, completamente extraviado.

Me perdí. Me perdí, durante muchos años de la ruta que juntos habíamos trazado para mí, y me perdí de él.

Hace unos días, José Luis Hoyo se marchó de este mundo. Henio, su hijo, tuvo la gentileza de informármelo porque sabía lo mucho que le apreciaba. Pero no sé si aprecio es lo que definía mi relación con mi mentor. Era otra cosa, mucho más honda. Era más bien un sentimiento de haberle quedado a deber. A la vez, el agradecimiento de que el haber tenido tan presente a su figura, con todo lo que ella representaba, resultó una inspiración fundamental para recuperar la brújula y regresar a los lugares que construí a su lado. Porque la mía es una historia de retorno. Y en ese retorno, la imagen de José Luis Hoyo me es central. Es algo como estar leyendo, muchos años después del abandono, a esos autores que sabía que él quería que yo leyera, y conversarlos con esa presencia que conservé a mi lado desde entonces.

Una tarde, más de una década después, me percaté de que, tras todo ese tiempo, la vida me había regresado a estudiar justo eso que José Luis me había pedido estudiar. Recuerdo haber sentido nuevamente ese placer intelectual que solo con él se podía compartir. El mismo de cuando, tanto tiempo atrás, expusimos mi equipo y yo, en su clase, el “Dieciocho Brumario”. El de cuando le mostré cómo estaba aplicando Weber a mi análisis del crecimiento en China para mi tesis. El placer de sentirle satisfecho con lo que yo le decía. Fue un poco eso, y el sentido del deber que tenía con él, el que me hizo escribirle una carta en 2008 sin saber siquiera la dirección a la que había que enviarla. Recuerdo este impulso por hacerle saber que finalmente estaba cumpliendo con lo que yo pensaba que él esperaba de mí.

“Mi desempeño como profesor tiene pocas –¿o más bien muchas?— satisfacciones”, me respondió, “pero leer tu carta ha sido desde luego una de las más gratas. Rara vez puede uno medir como profesor el alcance de las propias enseñanzas, pues aun cuando luego encuentra uno a los antiguos alumnos en cargos académicos, públicos o de elección popular, nunca se sabe a ciencia cierta en qué medida incidió uno como profesor en sus actitudes y comportamiento futuro. Pero, en fin, tu carta viene a confirmarme que la docencia valió la pena y que cuando me vaya de este mundo podré irme con la conciencia tranquila y con la satisfacción del deber cumplido”.

No me cabe duda de que, en esta vida, tengo a muchas personas a quienes debo mucho. Pero lo de José Luis Hoyo es diferente, especial. Se parece más a querer recuperar la emoción del sonido del teléfono de la cocina, la sensación de su sonrisa cuando después de algunas horas, finalmente creíamos estar descifrando a Luhmann, el sentimiento de preocupación divertida, cuando en medio de su pena traviesa, me dejó a 120 estudiantes a mi cargo. El sentimiento de que tengo tantas otras cosas que decirle. El vacío que me queda. El compromiso de estar a la altura.

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