Italia se suma a los países en Europa gobernados por la llamada “derecha extrema iliberal”. Pero en este caso, el componente neofascista obliga a revisar particularidades específicas en la vencedora de las elecciones, Giorgia Meloni, en su partido, y en la coalición que encabezará. En 2014, Meloni, según explica la periodista Mattia Ferraresi, anunció que había “llegado el momento de decirle a Europa que Italia (debía) abandonar la eurozona”. El partido, prometió, buscaría “un retiro unilateral” de la unión monetaria. Sin embargo, conforme su ascenso al poder se fue haciendo más factible, esos objetivos desaparecieron de la agenda del partido. “No creo que Italia deba abandonar la eurozona y pienso que el euro se quedará”, admitió el año pasado. Algo similar ha sucedido en cuanto a su postura en relación con Ucrania y especialmente con Putin, de quien era cercana. Su posicionamiento actual en ese tema parece más próximo a la postura oficial de Europa. El análisis es importante desde al menos dos ángulos: uno, desde la perspectiva de las motivaciones de un importante sector del electorado en varios países y, concretamente en Italia, que ha estado optando por esa alternativa política. Y el segundo, preguntarnos hasta qué punto las restricciones estructurales actuales tanto en ese país como en la Unión Europea, constriñen o no la actuación de Meloni, y hasta qué punto ciertas barreras pueden o no ser rotas. Exploro algunos aspectos de estos temas.
Primero, el crecimiento de la extrema derecha es un fenómeno que rebasa a Italia, y tiene que ver con la respuesta de amplios sectores de la sociedad ante situaciones como, por ejemplo, las crisis económicas, pero especialmente cuando éstas se combinan con otro tipo de crisis sociales y políticas como la fractura en la confianza en las instituciones. Frecuentemente se trata de clases medias o clases trabajadoras que no se sienten integradas o identificadas con la política tradicional, con los discursos de las élites gobernantes—sean éstos los discursos de la derecha o de la izquierda tradicionales—pero tampoco con los “narradores tradicionales de la verdad” como los llama Yael Brahms (como lo son los medios tradicionales o las élites académicas y científicas). Pareciera haber un abismo entre quienes usualmente se han disputado el poder en sus países, sus temas, sus discursos, y esa sociedad a la que dicen servir.
Considere el caso de Francia, un país que paulatinamente ha ido experimentando el crecimiento de los partidos no tradicionales, tanto en la extrema izquierda como en la extrema derecha. En ese país, el movimiento de los chalecos amarillos fue sintomático. Esa protesta popular inició por un impuesto “verde” a las gasolinas, pensado originalmente para desincentivar el uso de combustibles fósiles en tiempos en los que urge acción para atender el gravísimo problema del calentamiento global. Sin embargo, para aquellos trabajadores franceses quienes todos los días llevan a cabo largos viajes en automóvil, quienes están ya golpeados por una economía cada vez más hostil, quienes resienten el incremento de la brecha de desigualdad de la última década y quienes continuamente pasan aprietos para cubrir sus gastos mínimos, el calentamiento global no es un tema prioritario. Mucho más importante es cómo llegar al final de la quincena. Por tanto, para ellos, el impuesto “verde” a la gasolina no es otra cosa que un golpe adicional perpetrado por una clase política que les tiene absolutamente olvidados y abandonados. Macron, dicen, es el “presidente de los ricos”. Un mandatario que se pasea por el mundo ofreciendo soluciones a conflictos ajenos y lejanos, defendiendo en los foros internacionales su mirada global ante los “populistas”, los “nacionalistas” y “antieuropeístas”, y liderando la lucha ecológica, pero a quien no parece importar la clase trabajadora de su propio país, según es interpretado por este sector. En ese caso concreto, ese sector forma parte de lo que alimentó el crecimiento de la extrema izquierda en Francia. Pero otros temas similares como la respuesta francesa a la inmigración, han contribuido al crecimiento de la extrema derecha también en ese país.
Así, los movimientos populistas tienen un amplio eco cuando promueven políticas nacionalistas, aislacionistas, antiinmigrantes, y en el caso de la derecha extrema, cuando se lanzan contra lo que denominan lo “políticamente correcto”, es decir, el ecologismo, el feminismo, los derechos de la comunidad LGBTQ+, los derechos raciales y cuando, en cambio, promueven los “valores tradicionales”, religiosos o los “derechos raciales de los blancos”.
Segundo, varios de los elementos anteriores se encuentran muy presentes en el neofascismo de Meloni, pero se podría decir que también estaban presentes, al menos en parte, en la derecha populista de la Liga Norte de Matteo Salvini, quien anteriormente gobernó en coalición con el Movimiento de las Cinco Estrellas y ahora lo hará también con Meloni. Me parece que el historiador Tooze expone el tema bastante bien: una cosa es analizar el fascismo histórico, y otra distinta es hablar de un movimiento como el de Meloni, los Fratelli d’Italia. Algo que definía al fascismo clásico en el pasado era su vertiente antisocialista, y también su vertiente antiliberal. El fascismo culpaba a la economía del “dejar hacer y dejar pasar” por el ascenso del comunismo. Pero como explica Tooze, el fascismo histórico no tenía la capacidad de apelar a la misma base a la cual, según con los datos que se cuenta hoy, lo está haciendo el neofascismo de Meloni. La amplitud del movimiento actual, en otras palabras, es sorprendente. Cualquier persona que se encuentre a la derecha del centro, aunque sea un poco, parece ser un objetivo legítimo que encuentra atractivo en el discurso de Meloni. Cuando menos, en su discurso original nacionalista, antiliberal, antisocialista, antiinmigrante y, de hecho, anti parlamentario. Hay sin duda, en ese discurso original, una velada admiración por el movimiento fascista tradicional y el tema del culto a la personalidad del líder, aunque en tiempos más recientes, muy probablemente buscando atraer a los sectores ubicados más en el centro, ese discurso se ha tenido que moderar.
Eso nos lleva a un tercer punto: la distancia entre las propuestas originales de Meloni y lo que realmente tendrá capacidad de hacer. Esto se debe a dos temas distintos. Uno de ellos podría ser su propia potencial moderación política a la hora de gobernar, buscando mantenerse en el poder en un sistema altamente inestable, jalada de un lado por un componente de la coalición con la que gobierna (especialmente la Lega de Salvini, quien en ciertos aspectos pareciera a veces más duro que ella, como lo es en su euroescepticismo), y del otro, por un sector más hacia el centro, a quien ha buscado conquistar y buscará mantener. El propio Berlusconi, otro importante componente de la coalición, ha afirmado que, si Meloni adopta una línea antieuropeísta, su partido Forza Italia abandonaría el gobierno obligando quizás a Italia a entrar en un nuevo proceso electoral. Pero el otro tema tiene que ver con las restricciones estructurales que existen tanto dentro del propio sistema italiano, como dentro de la Unión Europea, de la que Meloni en buena medida terminará por depender.
Es decir, para transitar del parlamentarismo italiano a alguna especie de presidencialismo, o incluso otorgar mayores poderes al líder o lideresa del país, como ha sucedido por ejemplo en Hungría, no será simple y esto no es solo porque Meloni y su coalición no cuentan con las mayorías parlamentarias que le permitirían efectuar ese tipo de cambios, sino también por su dependencia en Europa. Ferraresi lo pone así: “Más allá de la red habitual de lazos económicos, el país es el mayor beneficiario de un fondo de recuperación liderado por la Comisión Europea que distribuirá en los próximos cuatro años más de 200,000 millones de euros en subvenciones y préstamos. Fundamentalmente, esta ayuda para salvar a la economía, sin la cual el país podría caer en una recesión, está condicionada al respeto de las normas democráticas. Cualquier paso por un camino similar al de Orban (primer ministro húngaro) pondría en peligro a toda la economía de Italia”.
Cuarto, las implicaciones de política internacional, uno de los temas más relevantes que van más allá de Italia, país miembro del G7, de la OTAN y pilar fundador de la Unión Europea. Como dijimos, parece haber coincidencia en que, en principio, no solo la membresía de Italia en la UE, sino la participación de ese país en la eurozona, no están amenazadas, al menos en lo inmediato. También hay diversos análisis que se han apresurado a afirmar que Meloni, a pesar de controversiales posiciones respecto a Rusia en el pasado, no será quien en este punto se oponga a la unidad con la que el bloque occidental ha reaccionado contra Moscú. No obstante, en ambos aspectos quizás valdrá la pena esperar y observar. Meloni fue electa por un sector de la población que le demandará ciertas cosas. Ella misma, en 2014, pidió al gobierno italiano retirar las sanciones que se habían impuesto contra Rusia por la anexión de Crimea. Y aunque su postura, al menos hacia afuera, ha venido evolucionando, su propia base actuará como tope frente a esa evolución. Ese sector ha comprado el discurso acerca de que el globalismo y el liberalismo económico son los causantes de los males nacionales, o de que sancionar a Rusia no está en el interés vital de las personas de a pie que componen la sociedad italiana. Ante ellos, Meloni estará presionada para responder de alguna manera o cuando menos, dar alguna apariencia de que lo está haciendo de manera relativamente convincente.
Independientemente de lo que suceda, estamos ante un fenómeno global. Hay ya demasiada gente en el mundo que se siente no solo abandonada o desintegrada, sino que se siente ajena al discurso de élites políticas, mediáticas o académicas con quienes no se identifica. Fuera de que en la extrema derecha siempre ha habido bases tradicionales, y fuera de que hay temas estructurales que han hecho que esas bases crezcan, a medida que se han incrementado los factores potenciadores de crisis—la pandemia, la guerra en Ucrania, la inflación y las alzas a los energéticos, son solo ejemplos—aumentan las posibilidades de que ciertos discursos, como el de Meloni, hagan lo que otros no hacen—conectar. Hay que aprender de ello.
Analista internacional.
@maurimm
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