Las fuerzas armadas francesas, explicaba The Economist el año pasado, se estarían preparando para una guerra de alta intensidad; es decir, el liderazgo militar francés preveía que en los siguientes años se viviría un conflicto internacional de escala mayor con una “cantidad de muertes que no hemos visto desde la Segunda Guerra Mundial” , y estaba modificando sus estrategias para enfrentar esa posibilidad. Esto, naturalmente, llamaba la atención. En teoría, estábamos viviendo los tiempos más pacíficos de la historia. Las gráficas y los datos estadísticos, como los publicados por Steven Pinker de Harvard, en su libro del 2011, Los mejores ángeles de nuestra naturaleza . ¿ Por qué ha disminuido la violencia? , o más recientemente, en 2015 por Max Roser, un economista de Oxford, demostraban que, tras 600 años de conflictos armados de distinta naturaleza, después de los años 80 y muy notablemente después del 2000, las caídas en las cifras de estos conflictos y en las muertes a causa de ellos, eran brutales. Pinker incluso argumentaba que la disminución en la conflictividad se debía al ascenso de la democracia, el capitalismo, la civilización industrial e instituciones internacionales como la ONU. A pesar de lo que Pinker y Roser indicaban, sin embargo, en muchas partes del mundo en donde las “guerras pequeñas” florecían, esos niveles de paz no se sentían en absoluto y hoy, tras la intervención rusa en Ucrania, tenemos que reexaminar varios de los factores anteriores.
Primero, ni Pinker ni Roser se equivocan. La caída en el monto de conflictos armados y en las muertes que estos han ocasionado, después de los años 80, es dramática. Esto necesita contextualizarse. Tras un siglo en el que hubo dos guerras mundiales y posteriormente una Guerra Fría con múltiples enfrentamientos armados asociados a ella, cualquier clase de conflicto—si lo miramos desde cifras como muertes o personas heridas—se ve como “chico”. El problema es que estas cifras tienden a obscurecer otro tipo de cosas que sí están ocurriendo. Menciono dos: (a) un considerable número de conflictos armados que, si bien son de menor escala, conllevan un gran impacto local y regional, y (b) una revolución en la era de comunicaciones que hace que la narrativa de esos conflictos—a través de imágenes, videos y textos—viaje con una velocidad y una amplitud nunca antes vistas, de forma que los efectos psicológicos y políticos de muchos de esos conflictos (en sus regiones y fuera de ellas) son muy elevados produciendo otra fenomenología no medible en muertes o heridas, pero que también debe dimensionarse. Piense por ejemplo en las muertes producidas por terrorismo, muy pocas cuando se comparan con un conflicto armado, pero con un altísimo impacto psicológico, político y social.
Segundo, en efecto, los conflictos armados activos entre Estados-Nación habían disminuido considerablemente. Esto no implicaba que no hubiese un potencial para que ese tipo de conflictos armados estallaran (en sitios como Medio Oriente, Corea, Asia del Sur o Asia Pacífico, por ejemplo), o que esta clase de guerras hubiese desaparecido como lo demostraban los conflictos entre Armenia y Azerbaiyán, los bombardeos de Israel contra bases iraníes o varios más. Pero su frecuencia y dimensión no era la mayor preocupación de quienes analizaban y diseñaban estrategias respecto a temas de guerra. Las “small wars” (guerras pequeñas) eran, en cambio, el mayor foco de análisis.
Tercero, por tanto, documentos como los producidos por el Pentágono o la Casa Blanca, indicaban que las mayores amenazas a la seguridad nacional de Washington eran “ Al Qaeda ”, primero, e “ISIS”, posteriormente. Es decir, en el mundo había decenas de conflictos locales o regionales, étnicos, políticos, religiosos, tales como la guerra en Afganistán, Siria, Libia o Yemen, o bien, amenazas serias de organizaciones criminales o terroristas transnacionales, pero no se trataba, en su gran mayoría, de conflictos entre países, sino conflictos en donde intervenía uno o varios actores no-estatales que luchaban entre ellos, o luchaban contra uno o varios estados, muchos de los cuales armaban, apoyaban o combatían a favor de alguno de los actores en pugna. Y cuando un estado se involucraba, normalmente evitaba combatir contra el ejército de otro estado. Ese era el caso, por ejemplo, de Rusia y Turquía respaldando a actores rivales en Siria o Libia, sitios en los que sí llegó a haber incidentes aislados de choque entre ambas potencias, pero que fueron rápidamente neutralizados para evitar un conflicto mayor.
Cuarto, la Estrategia de Seguridad Nacional del 2017 y la Estrategia de Defensa Nacional en 2018 fueron los documentos que marcan el cambio en Washington, al reconocer la “competencia estratégica” entre las potencias—y no el terrorismo—como la mayor de las amenazas a Estados Unidos. Dada su capacidad económica, militar y tecnológica, y su proyección hacia el largo plazo, China era, además, percibida como una mayor amenaza que Rusia.
Quinto, sin embargo, mientras Estados Unidos hablaba de “competencia estratégica entre grandes poderes”, era Francia, en 2021, quien elevaba la alerta. Se trata, decía The Economist , de una transformación generacional. Hace 30 años, el ejército francés se dedicaba mayormente a labores de “mantenimiento de paz”. Durante la última década, las mismas fuerzas armadas estuvieron entrenándose principalmente para combate de contrainsurgencia, lo que han puesto en práctica en regiones como el Sahel en África. Pero en su visión estratégica para la próxima década, la dirección militar en Francia ha decidido prepararse para conflictos entre estados, guerras de mayor escala que no solo contemplan posibles enfrentamientos con Rusia, sino con otros países como Turquía. Este escenario ya tiene incluso su propio acrónimo : HEM (Hypothèse d'engagement majeur —Hipótesis de enfrentamiento mayor).
Seis, el panorama actual, es por tanto considerablemente complejo. Estamos viviendo una intervención militar de escala mayor de un estado—Rusia—contra otro— Ucrania —pero que, a diferencia de otras como la intervención estadounidense en Afganistán o Irak, o la de la propia Rusia en Georgia (2008), la anterior en Ucrania (2014) o Siria (2015), esta vez conlleva otros elementos que exhiben transformaciones relevantes. Los países miembros de la OTAN, la alianza militar rival de Moscú, se encuentran en alerta máxima, están desplegando la mayor cantidad de militares desde tiempos de la Guerra Fría alrededor del círculo de seguridad ruso, están armando y capacitando a militares ucranianos que se encuentran en combate activo contra Rusia y están imponiendo sanciones económicas, financieras y diplomáticas sin precedentes contra el Kremlin. Esto, a la vez que Rusia emite amenazas y declaraciones que indican que ha “elevado su nivel de alerta nuclear”, o que “las guerras económicas frecuentemente se convierten en guerras reales”, o bien, que el Kremlin podría considerar el traslado de armamento. equipo o personal para combatir contra Rusia como un acto de guerra y, por tanto, los países que intervienen en esas operaciones—en clara amenaza a miembros de la OTAN—se vuelven objetivos legítimos a atacar.
Siete, esto no significa que estemos ante una guerra mundial. Simplemente significa que el ambiente se está transformando radicalmente, y que el mundo como lo veíamos apenas hace unos meses, se está moviendo de formas que son difíciles de prever. Esto incluye el mayor aumento de presupuestos militares que hemos visto en décadas, el aumento de despliegues de tropas y armamento apuntando al rival, el aumento de ejercicios militares y el incremento de una renovada y costosa carrera armamentista. Es decir, estamos regresando a una orientación no de “competencia”, sino de confrontación cada vez más abierta entre grandes potencias y sus aliados. Un proceso que viene de muchos años atrás, pero que ahora se acelera de manera brutal.
Ocho, las “guerras pequeñas”, que realmente de pequeñas tienen solo el nombre, siguen todas ahí. Eche un vistazo a las cifras de personas muertas, heridas, desplazadas y refugiadas solo en 2021 y en lo que va del 2022 por este tipo de conflictos, para darse una idea. Algunos de esos conflictos se han insertado—como en tiempos de la Guerra Fría—en esta renovada lógica de rivalidad entre las grandes potencias. Otras, en cambio, se han contaminado por la rivalidad entre potencias regionales. Y otras siguen sus propias dinámicas.
Por último, todo lo que señalo, y muchas otras cosas que no alcanzo a señalar, requieren atención. Más que enfocarse en la impotencia o la incapacidad de actuar ante el panorama descrito, es indispensable comprender esta realidad y dedicar la inagotable energía, inteligencia y creatividad humanas, para revertir las tendencias. Esto involucrará enormes esfuerzos de países que no son “mejores” o “peores” que otros, pero que hoy están mucho más interesados en la estabilidad que en el conflicto. También involucrará a actores que no son estados como empresas, o como las muy diversas sociedades civiles e individuos en el mundo, cuya combinación ha demostrado la necesidad y posibilidad de detener las espirales cuando estas son desatadas.
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