La racionalidad de los actores que toman decisiones importantes es frecuentemente asumida como un hecho. No obstante, esto ha sido fuertemente cuestionado desde distintas disciplinas. Pero particularmente, cuando de armas nucleares se trata, y, sobre todo, cuando se emplean modelos que asumen a priori esta racionalidad para predecir comportamientos, es importante reexaminar ese tipo de suposiciones básicas. Más aún en coyunturas como la actual en donde se combinan al menos los siguientes elementos: (a) una guerra en curso que involucra a una potencia nuclear, (b) un desempeño militar deficiente por parte de esa potencia lo cual está dificultando su victoria a través de métodos convencionales de combate, (c) la decisión de esa potencia de emplear amenazas nucleares como parte de su guerra de nervios, (d) la decisión también de esa potencia de suspender su participación en el último acuerdo de control de armas nucleares que quedaba vivo entre Washington y Moscú, en un entorno en el que este tipo de acuerdos ya se encontraban en riesgo. Revisemos algunos de esos temas:

Primero, la suposición básica es que las personas que toman decisiones son actores racionales, quienes eligen a partir de un cálculo que evalúa los riesgos, costos y beneficios, y que selecciona las mejores alternativas y medios disponibles de acuerdo con los fines u objetivos planteados. Esto es trasladado desde el campo de la microeconomía hacia muchos otros, como por ejemplo al de las relaciones internacionales, y en concreto, al de la disuasión nuclear.

Consideremos este texto Krepinevich publicado en Foreign Affairs en 2022. El autor hace una brillante exposición acerca de por qué hemos entrado en una “Nueva Era Nuclear”. Krepinevich explica cómo es que la situación de un contexto bipolar con armas nucleares era “altamente estable”, pero que eso tiene que ser cuestionado en un nuevo entorno dada la decisión de China de incrementar su arsenal nuclear de manera considerable. Para sostener su argumento, el autor emplea argumentaciones como la siguiente:

“¿Bajo qué condiciones un líder racional optaría por usar armas nucleares en un conflicto? El teórico de juegos y premio Nobel Thomas Schelling señaló que, en determinadas circunstancias, iniciar una guerra nuclear podría entenderse como un acto racional. Tal como lo vio Schelling, las dos grandes potencias nucleares, en lugar de parecerse a escorpiones en una botella, podrían enfrentarse como dos pistoleros en una calle polvorienta de una ciudad del Viejo Oeste, en la cual, quien sea más rápido para desenvainar, cuenta con una ventaja. Esta situación se daría cuando una de las dos potencias sintiera lo que Schelling llamó ‘el temor de ser un pobre segundo por no ir primero’.”

Es decir, en este tipo de explicaciones, los actores están continuamente sopesando sus riesgos, sus beneficios y sus opciones, y eligen la opción que mejor se adapta a sus metas. En este caso: lanzar un ataque nuclear devastador antes que una potencia enemiga resulta una decisión racional para evitar que sea el contrario quien lo haga y no nos permita responder.

Esto puede o puede no ser cierto. El problema, sin embargo, consiste en que esa serie de cálculos parten de la racionalidad como base del comportamiento. Hay incluso quienes explican que tal vez las personas a veces podemos comportarnos como actores no racionales, pero que los estados, como actores que van más allá de las personas, sí tienden a ser racionales. Puede ser que así suceda en muchos casos, salvo que, en determinados países, la concentración de poder en manos de una sola persona es tal, que evaluar el comportamiento individual de ese líder, resulta inescapable.

Cuestionando a la teoría de la elección racional

Hace ya tiempo que la visión tradicional al respecto de la racionalidad ha sido cuestionada. Daniel McFadden explica que existe evidencia procedente de diversas disciplinas como la psicología cognitiva, la antropología, la biología evolucionaria y la neurología que reta las suposiciones básicas acerca de la toma racional de decisiones por parte de los seres humanos: “En la actualidad hay extensos experimentos e ideas de la psicología cognitiva que contradicen un modelo neoclásico estrechamente definido de elección racional…Esta evidencia sugiere que las preferencias son maleables y dependientes del contexto, que la memoria y las percepciones son a menudo sesgadas y estadísticamente defectuosas, y las labores de toma de decisiones frecuentemente se descuidan o se malinterpretan” (McFadden, 2013).

O bien, tenemos el trabajo del premio Nobel Richard Thaler, quien, desde la economía del comportamiento, nos habla acerca de cómo a veces tomamos decisiones no racionales debido a muy diversos factores. Por ejemplo, no siempre somos capaces de aceptar los costos caídos y decidimos correr riesgos adicionales de manera irracional, o nos guiamos por recompensas inmediatas incluso cuando nuestro cálculo racional indica que el costo de obtener esa recompensa inmediata en el largo plazo será superior a la pequeña ganancia que obtendremos en el corto plazo. Otras veces, nuestra mente está fatigada, frustrada, o simplemente es ineficiente para examinar de manera seria las opciones con las que cuenta.

No todo es, en resumidas cuentas, un tablero de ajedrez ante el que dos contrincantes se oponen, evalúan, calculan fríamente alternativas y movimientos precisos, y optan por la mejor de las opciones que visualizan. En la vida diaria, a veces, por distintas causas e incluso con plena conciencia, elegimos opciones que sabemos son peores o más costosas que benéficas.

Entiendo muy bien el argumento de la disuasión nuclear. La historia—hasta ahora—lo respalda. Bajo ese esquema, un cálculo basado en la racionalidad impediría una catástrofe pues los daños que el actor atacante podría sufrir superarían con mucho cualquier beneficio. “Sería un suicidio”, comúnmente se dice.

No obstante, un modelo de estabilidad que descansa en decisiones racionales de los frágiles, vulnerables e irracionales seres humanos que somos, al final del camino, pende de un hilo. La historia como dije, afortunadamente, hasta ahora, ofrece varios ejemplos para respaldar el comportamiento racional en este campo. Pero esa regla solo necesita fallar una sola vez para lamentarlo eternamente. Así que, me quedan claras las dificultades que hoy presenta el construir un modelo alternativo—basado en una arquitectura sistémica mucho más sólida que no dependa de una u otra persona, sino de instituciones, arreglos y estructuras como durante décadas lo han sido el desarme y los tratados internacionales que le sostienen. Pero la conciencia de esas dificultades no debe—no puede—desanimar a todos los actores realmente interesados en la paz y la estabilidad globales, de seguir empujando en esa dirección.


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