En marzo de este año, los atentados de Christchurch en Nueva Zelanda contra musulmanes que rezaban en sus mezquitas. En agosto, un ataque en un Walmart de El Paso que dejó 22 muertos y decenas de heridos, incluidos varios mexicanos. Hace unas semanas, un ataque contra una sinagoga en Alemania pudo haber ocasionado muchas más muertes de las que causó, al igual que unos meses atrás el ataque contra una sinagoga en California, un año atrás una sinagoga en Pittsburgh o hace unos días el afortunadamente frustrado plan para colocar bombas en una sinagoga en Colorado. El terrorismo de extrema derecha está subiendo dramáticamente. El recién publicado Índice de Terrorismo Global reporta un incremento de 320% en este tipo de violencia en solo cinco años. De igual modo, los crímenes por odio mantienen ascensos impactantes. Pero, ¿es lo mismo un ataque terrorista que un crimen por odio? ¿Cómo se relacionan? ¿Por qué estamos viendo estos incrementos? ¿Qué rol está jugando internet en la radicalización de extremistas y luego, en la difusión de la violencia y las ideas que la motivan?
Lo primero es entender que el terrorismo es una clase de violencia que ha sido perpetrada a lo largo de la historia por grupos y personas de muy distintas ideologías, religiones, grupos étnicos y políticos, la cual se distingue de otras violencias por sus móviles y por su mecánica, no por la gravedad de los ataques o el daño ocasionado. Efectivamente, en los últimos años, la mayor parte de ataques terroristas ha sido cometida por extremistas islámicos, pero hoy nos encontramos ante un descenso relativo en esa clase de terrorismo, y—aunque con números de ataques y muertes muy inferiores en términos absolutos—un brutal incremento en el terrorismo supremacista blanco. (Hace unos días, por cierto, hubo otro ataque contra un supermercado kosher, pero en ese caso, los atacantes no eran supremacistas blancos).
Ahora bien, no todos los crímenes de odio son ataques terroristas. Entender la diferencia no es trivial porque se trata de dos fenómenos que deben ser combatidos de manera paralela. Un crimen de odio es un crimen motivado por el prejuicio contra una o varias víctimas directas, quienes pertenecen (o el atacante percibe que pertenecen) a un grupo religioso, social o racial. Por tanto, en un crimen por odio las víctimas directas son el blanco mismo del ataque. En un ataque terrorista, en cambio, el blanco real es distinto. El terrorismo consiste de ataques en los que las víctimas son utilizadas premeditadamente como instrumentos para alcanzar psicológicamente a terceros usando al terror como vehículo de comunicación. Es decir, en el terrorismo, el blanco real no son las siempre lamentables víctimas directas, sino una audiencia-objetivo mucho mayor (incluso con alcances geográficamente alejados a la ubicación del evento), la cual se entera del incidente y a partir del terror que el acto le provoca, se ve afectada en sus actitudes, opiniones o conductas, ya sea porque se siente vulnerable como víctima potencial, o presionada psicológica o políticamente para tomar decisiones. Paralelamente, algunas personas que reciben el mensaje simpatizan con éste o con ciertas partes del mismo, lo que consigue adherentes duros y blandos para la causa del atacante. Un atentado terrorista está pensado, esencialmente, como un acto comunicativo. De ahí que los terroristas comúnmente suben manifiestos o posts a internet, o buscan atraer a los medios de comunicación a fin de poder propagar lo que motiva su violencia.
Un ataque como el cometido en el Walmart de El Paso es terrorismo no porque así lo reconozca o deje de reconocer un político (ese es un tema aparte que obedece a los intereses y agendas de dichos actores políticos), sino porque el atacante utilizó el evento y a las lamentables víctimas directas, como herramientas para propagar su manifiesto, el cual fue, gracias a esos hechos de violencia, leído por muchísimas más personas que si simplemente lo hubiera posteado en su Facebook o en un blog una tarde cualquiera. Como resultado, ese manifiesto supremacista fue debatido y rebatido por muchos, pero a la vez, asimilado y abrazado por otros. Estamos hablando de propaganda esparcida a través de sangre y terror. En ese sentido, por tanto, hay distintos componentes que necesitan ser considerados.
Uno de ellos es, efectivamente, el odio y el tipo de sociedades en todo el globo que están produciendo y reproduciendo ese odio. Otro, en cambio, tiene que ver con el entorno que favorece la radicalización, la difusión de los mensajes, la amplitud, profundidad y velocidad con la que esos mensajes viajan y, sobre todo, la eficacia mediante la cual los ataques consiguen atraer seguidores hacia las causas que los motivan. Porque justo ahí, en la eficacia, está una de las claves del ascenso en este tipo de atentados.
En otras palabras, hay, efectivamente, situaciones que están ocurriendo en Estados Unidos, Europa y en otras partes del mundo, las cuales propician la polarización severa, los prejuicios, las etiquetas, y el aumento de la conflictividad entre grupos políticos, religiosos y sociales que se perciben como rivales. Detrás de esa conflictividad hay factores que van desde lo material hasta otro tipo de cuestiones más políticas y psicológicas, tales como la percepción que ciertos grupos o personas tienen acerca de lo que causa sus descontentos y frustraciones. En ese sentido, por ejemplo, las teorías del “estado profundo”, la “invasión extranjera” o el “remplazo”, son leídas por distintos sectores como explicaciones creíbles para sus condiciones que entienden como adversas. Es decir, estamos como estamos porque “hay una cacería de brujas”, o “un juicio político al presidente orquestado por los judíos”, o porque “nos invaden de fuera”, “nos roban nuestros empleos”, “nos traen crimen, drogas y otros males”, o como se cantaba en las marchas de Charlottesville en 2017 o afirmaba el atacante de El Paso, “los judíos” o “los latinos” están buscando “remplazarnos”. Sobra decir que cuando estas ideas, o ideas similares, son expresadas por algún prominente político o algún presidente, ya no hace falta que ese político invite a cometer actos violentos contra esos grupos “extranjeros”, “invasores” o “remplazantes”; el terreno ha quedado listo para que la violencia tenga permiso. No es, por tanto, de extrañarse que los crímenes por odio (contra musulmanes, hispanos o judíos, por ejemplo) en EEUU se ubican en su punto más alto de los últimos 16 años.
Pero además de ello, se requiere entender que las plataformas de internet y las redes sociales favorecen, como nunca, el que determinadas ideas extremistas que en otros tiempos eran consideradas como “marginales”, hoy adquieran megáfonos con el potencial de cautivar a mucha más gente de la que pensamos. La facilidad con la que en la actualidad se puede acceder a contenido que propicia la radicalización, permite que ciertas personas vayan brincando de un sitio a otro con contenido relacionado, entren en grupos de conversación y se vayan alimentando unas a otras hasta ir ascendiendo pasos en la escalera del extremismo. Luego entonces, atentados como los mencionados, resultan enormemente eficaces para conseguir hacer llegar el mensaje a audiencias amplias, de entre las cuales, emergen más personas dispuestas a cometer atentados similares.
Si somos seres sociales, y si nuestras sociedades se basan, en buena medida, en cómo se producen las asociaciones y relaciones entre las personas que las componen, entonces las transformaciones en la manera como nos estamos comunicando nos están transfigurando, quizás, más de lo que alcanzamos a entender. El terrorismo, el extremismo y el odio no son ajenos a estas transformaciones.
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