Probablemente lo más importante es entender que estamos ante una amenaza de salud que es al mismo tiempo nueva y global, cuyos factores de prevención y cura son vastamente desconocidos y que, por tanto, produce incertidumbre y miedo colectivos. Ante esa incertidumbre y miedo, se genera tensión y conflicto, situaciones que ocurren al interior de nuestras sociedades, pero también al exterior de ellas. El problema, por tanto, rebasa el muy lamentable y complejo impacto en materia de salud física, y velozmente se traslada a otros ámbitos como el psicológico, el económico, el financiero o el político, lo que a su vez ocurre en los niveles local, nacional e internacional. Por si esto no basta, todo ello sucede en un entorno en el que la información (verdadera y falsa) viaja con intensidades, ritmos, velocidades y amplitudes que jamás habíamos experimentado, lo que ocasiona que la propagación del miedo y la tensión sea incluso mayor. La globalización, en otras palabras, es en serio y requiere, de manera inescapable, pensar sistémicamente.

En un sistema, las partes dependen las unas de las otras, ya sea que estemos conscientes de ello o no. Los problemas de “ellos”, no son de ellos; son del sistema al que pertenecemos o, en todo caso, de partes del sistema que, tarde o temprano, van a terminar por impactar a otras partes del sistema. Podemos ver esto en términos geográficos como en el caso de las interacciones e interconexiones entre ciudades, países o regiones, o podemos verlo de otras formas, como, por ejemplo, los impactos del subsistema de la salud pública en el subsistema de la economía (local, regional y global) o en el de la política (local, regional y global).

Pensarlo así nos impone, inevitablemente, la necesidad de actuar de formas colaborativas (entre ciudades, regiones y países, así como entre actores cuyas labores están implicadas en ámbitos distintos). Las mayores disrupciones han ocurrido y van a seguir ocurriendo en la medida en que no reconozcamos esa serie de necesidades y optemos por operar privilegiando los “yo-primero-ismos”, o sintiéndonos componentes separados del sistema que pueden funcionar aislados e inmunes. Pongamos unos ejemplos en donde todos estos factores terminan entretejiéndose.

Considere usted el tema del petróleo. En este caso, un problema que emerge de la crisis de salud pública se traslada al entorno económico, al financiero, y muta rápidamente hacia un conflicto político entre países: Rusia y Arabia Saudita (países que ya tenían importantes diferencias de visión en cuanto a precios y producción, pero que ahora se ven obligados a reaccionar ante los efectos de la pandemia). La historia es esta: Ante el desplome de demanda de crudo que se empieza a vivir a raíz de la desaceleración económica global, los precios del petróleo empezaron a caer desde hace algunas semanas. La OPEP+ (OPEP y aliados) había tenido una serie de reuniones para discutir posibles recortes a la producción que ayudasen a recuperar los precios caídos. Rusia se opuso. Su argumento era que reducir la oferta no iba a ser eficaz puesto que, ante la escasa demanda existente, entrarían otros actores a cubrir esa oferta reducida y, por tanto, los precios no se iban a recuperar. Además, en el fondo Rusia no quiere que los precios del petróleo escalen tanto pues prefiere asegurar mercado frente a sus competidores privados estadounidenses, cuyo costo de producción es mucho más elevado.

El caso es que Arabia Saudita (y muy específicamente el príncipe heredero Mohammed Bin Salman, quien hoy por hoy controla todo lo que sucede en el reino), se enfureció ante la negativa rusa y decidió enviar un mensaje de fuerza con el objeto de dar una lección al Kremlin acerca de lo que ocurre cuando el reino saudí—tradicional líder en el mundo petrolero—es desafiado, y de paso golpear a rivales geopolíticos como Irán y a otros competidores. Es como si el príncipe heredero le hubiese querido comunicar a Putin que, si quiere precios baratos, entonces que se agarre fuerte, porque Riad se encargaría de tirarlos hasta el piso. Riad redujo drásticamente el precio base de exportación de su petróleo y, además, anunció que iba a incrementar su producción para compensar las posibles pérdidas por la baja en el precio. Esto provocó el lunes un colapso en los precios del crudo que solo se vino a añadir a la incertidumbre, al caos y al pánico. Lo peor del caso: si Bin Salman consideró que Rusia se va a doblegar en el corto plazo, quizás ha subestimado a Putin y a las reservas con las que Moscú cuenta para defenderse ante una crisis como esta y probablemente Riad va a pagar por ello más de lo que piensa.

Por consiguiente, golpear a sus rivales justo en los momentos en los que el coronavirus presenta un crecimiento exponencial no es golpear a “sus rivales”, es golpear al sistema colapsado, el mismo sistema del cual Arabia Saudita forma parte. En este punto, de hecho, toda la región a la que Arabia Saudita pertenece, Medio Oriente, está teniendo que vérselas con el mismo problema. Irán es, en efecto, el foco mayor (hoy), pero el virus está atacando a Egipto, a Líbano, a Emiratos Árabes Unidos, a Irak, a Israel y por supuesto, a Arabia Saudita misma, entre otros sitios. La fase que la epidemia presenta en estos instantes es de crecimiento exponencial, por lo que es imposible prever los costos económicos que esto ocasione en el propio reino. En cambio, lo que parece guiar la toma de decisiones—en plena crisis—es una lógica de guerra: lanzar señales de que ninguna de las partes cederá y no se detendrá hasta vencer al enemigo. Esto es leído por otros componentes del sistema ya no con preocupación, sino con pánico, lo que tiene hoy a los países productores de petróleo, incluido el nuestro, gravemente afectados.

Lo que pasa es que no siempre actuamos tan racionalmente. Esto es lo que enseña la economía conductual. Consideraciones como obtener recompensas inmediatas frecuentemente moldean nuestra toma de decisiones. Puesto diferente, somos bastante cortoplacistas. Pensemos en el caso de Trump, en pleno arranque de las campañas electorales, muy criticado al interior de su país por la suavidad con la que estaba abordando los riesgos de la epidemia, mucho más cuando EEUU es la mayor y más globalizada de las economías. Una vez que la Organización Mundial de la Salud declara al coronavirus como “pandemia”, Trump necesitaba dar la imagen de que finalmente estaba actuando con firmeza para recuperar apoyo político. Al final del camino, lo que está en juego es su reelección. Pero para mostrar esa firmeza, antes de declarar la emergencia nacional en el país, eligió suspender la entrada a EEUU de extranjeros procedentes de toda la Europa continental (y ojo, no de Reino Unido, país que tiene más casos de contagio que varios otros del continente, o de Oriente o de otros sitios). La decisión puede ser válida, pero es

acompañada de fuertes críticas de la Casa Blanca a los países europeos por no haber actuado suficientemente bien para detener la epidemia (un poco culpándolos de lo que ahora EEUU se ve obligado a hacer). A su vez, Washington recibe fuertes críticas de sus contrapartes europeas, quienes le acusan de tomar este tipo de decisiones de manera unilateral, sin consultar o colaborar con sus socios y aliados.

Es decir, lo que vemos en ejemplos como estos, tiene que ver más con un sistema que está enfrentando una disrupción histórica, cuyas partes optan por actuar aisladamente, o chocar y golpearse, en lugar de buscar resolver el complejísimo problema común bajo estrategias de colaboración, coordinación y mediante un liderazgo global que hoy brilla por su ausencia. El resultado es que el pánico solo se esparce más. Tenemos que aprender a pensar más como planeta. Y si no lo hacemos desde la empatía y el deseo de bienestar de otras personas, entonces hagámoslo, al menos, desde el entendimiento de que, bajo las condiciones actuales, es imposible cercarnos e inmunizarnos ante los daños y golpes que sufren las otras partes de ese sistema al que pertenecemos, lo veamos o no.


Analista internacional. @maurimm

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