Sabemos a ciencia cierta que en el 2021 habrá más necesidades, más conflictos y menos dinero. También sabemos que el gobierno de la República se ha propuesto enfrentar todos esos desafíos en solitario, porque el presidente no acepta intermediarios. Pero entre todas las dificultades que vendrán juntas a partir de enero, hay que añadir la triple crisis financiera, de seguridad y de gobernabilidad que está hundiendo a los gobiernos municipales del país. Y hasta hoy, parece que nadie sabe bien a bien qué hacer con ellos; cómo involucrarlos en las soluciones y cómo rescatarlos de la ecuación de los problemas.
No es una cuestión menor, pues a pesar de todo, los gobiernos de los municipios son los más cercanos a la vida cotidiana de la gente y son los responsables de la calidad de vida colectiva de los pueblos, las comunidades y las ciudades del país. Mientras no cambie el arreglo federal —y ojalá que nadie disponga eliminarlos por austeridad— los ayuntamientos seguirán siendo la base de la administración pública territorial y seguirán siendo el cimiento del Estado nacional. Esa labor política no la puede hacer suya ni el Ejército y a nadie, a lo largo de la historia mexicana se le ha ocurrido aún prescindir de ellos.
Por el contrario, cuando el Estado nacional todavía no se consolidaba, la única referencia gubernativa que permitió mantener vigente a México fue la municipal. Es bien sabido que en los peores momentos del conflicto entre liberales y conservadores, el presidente Juárez echó mano de los gobiernos locales para hacerse de recursos, de armas y de legitimidad política, para combatir a quienes preferían el centralismo impuesto a golpe de soldados e iglesias. Los liberales siempre fueron proclives al federalismo y gracias a esa convicción, el país pudo remontar la guerra interna y la invasión francesa: Benito Juárez nunca encabezó ni se propuso una epopeya solitaria.
Luego de la revolución del siglo XX, los municipios se convirtieron en las principales correas de transmisión entre el gobierno nacional y las comunidades del país; fueron, a un tiempo, filtro y altavoz: de un lado, atendían las necesidades básicas de las personas y atenuaban los conflictos y, de otro, reproducían “la línea” y el discurso que llegaba desde la capital. A pesar de la supuesta libertad que les había entregado la Constitución del 17 para administrar su hacienda, en la práctica estaban sometidos a la cadena de mando que tenía en la cúspide al Ejecutivo federal y ellos mismos, los municipios, reproducían las redes de control del partido antes hegemónico. Con todo, nadie imaginaba que México pudiera gobernarse sin el respaldo de los ayuntamientos.
El crecimiento demográfico, las sucesivas crisis económicas y la centralización abusiva de las decisiones fueron desgastando esos vínculos y entonces, hacia el final del siglo XX, el vacío se fue llenando por las oposiciones al PRI. Sin embargo, el incremento de la pluralidad política no ayudó a fortalecer a los gobiernos de los pueblos sino a conflictuarlos más. Los gobiernos federales los llenaron de obligaciones, los convirtieron en cajas de pago para los programas diseñados desde el centro y los abandonaron a su suerte. Otro error a la larga lista de los despropósitos que estallaron con la rebelión electoral del 2018.
Así que hoy tenemos un berenjenal: municipios endeudados, atados por el incumplimiento de laudos laborales, con servidores públicos sin horizonte, con agendas múltiples, disparatadas y agigantadas por la pandemia y cercados por la desconfianza, la carcoma de los grupos criminales y desdeñados por el gobierno federal. La columna vertebral de la gestión pública de México está fracturada y, de momento, no hay nada que parezca viable para enderezarla.