Será una semana difícil para nuestra máxima casa de estudios. Hoy podrían volver a abrir algunos de los planteles que han sido tomados y podría iniciarse un nuevo espacio de diálogo con las jóvenes que protestan por la violencia de género y con quienes las acompañan, oponiéndose a la violencia a secas que amenaza el entorno de la vida universitaria. Podría, digo, aunque también podría escalar hacia un enfrentamiento mucho más grave. Por eso es tan relevante poner mucha atención a lo que está sucediendo en la UNAM.
De entrada, hay que negarse a descalificar el contenido de la protesta. Sería inaceptable ignorar la importancia de los hechos que se denuncian o, peor aún, rebatirlos en función de las personas que los denuncian. Esa respuesta —típica de las pulsiones autoritarias— debe ser desechada inmediatamente. Desconocer la validez de una afirmación descalificando a quien la sostiene, a sabiendas de que es mucho más fácil fustigar al mensajero que desmontar una idea, suele ser una buena estrategia para debatir y establecer posiciones políticas, pero no ayuda a resolver problemas públicos delicados ni a distender situaciones de violencia latente. A todas luces, tienen razón quienes enarbolan esta protesta: en la UNAM hay violencia de género y también hay violencia, dentro y fuera de sus instalaciones. Aceptar este planteamiento sin vueltas tendría que ser el principio de la solución.
Las autoridades sugieren que detrás de la toma de los planteles hay personas ajenas a la comunidad universitaria. Dice el presidente López Obrador, incluso, que hay que “lamparearlos” para que salgan a la luz. En efecto, es muy probable que haya intereses políticos queriendo medrar con este episodio. Pero si esa versión acaba imponiéndose y tanto el gobierno como la Rectoría optan por la descalificación moral de quienes se duelen de las violencias que suceden en los recintos tomados, no harían más que echar leña al fuego y cederle la plaza a quienes, en su opinión, estarían “meciendo la cuna”. Por lo demás, el resto de la comunidad universitaria acabaría, como siempre, pagando los platos rotos: sin clases, con un conflicto mayor y sin solución al problema fundamental. Por ese camino, la UNAM no iría ni a la esquina.
Quienes protestan aspiran a modificar el estatuto general de la UNAM, para inscribir la violencia de género como falta muy grave que amerita, inequívocamente, la expulsión de quien la comete. También han reclamado mejores condiciones de seguridad para toda la comunidad que llega, estudia, trabaja y sale de los recintos académicos y exigen, con toda razón, que haya protocolos y cultura de paz en todos los espacios universitarios. También piden mayor presencia, mayor transparencia, mayor diligencia y mayor influencia en la toma de decisiones sobre estos temas. De hecho, durante las muy recientes campañas por la Rectoría, los tres candidatos coincidieron sin reservas en la necesidad de erradicar toda forma de violencia de la UNAM y el propio Rector Graue ha suscrito ese compromiso una y otra vez. ¿Quién entonces podría estar en desacuerdo con esas demandas?
Lo que ha desafiado a las autoridades y podría desquiciar el desenlace, es la forma en la que se han enderezado estas protestas: la violencia de las embozadas, la exclusión de cualquier participación masculina y la intransigencia de una deliberación que solo está dispuesta a escuchar la voz propia. Una estrategia de lucha que, sin embargo, no tenía alternativa: o se hacían escuchar a gritos o el vocerío de otros temas las seguiría acallando. Ganada la batalla de la atención, toca establecer la ruta de la distención con dosis equivalentes de talento y paciencia. Si todos están de acuerdo en el fondo, la tarea es llevar ese acuerdo a la práctica.
La UNAM es un templo de la esperanza: es sagrada, que nadie se atreva a profanarla.
Investigador del CIDE