Dado que las campañas se han convertido en un concurso de popularidad, quizás sea útil proponer un listado sobre los desafíos que afronta el país con la esperanza de debatir sobre asuntos realmente relevantes, en vez de disputar quién adora o quién detesta más al presidente de la República. Ofrezco —solo como disparador— un temario de siete puntos.
Primero, es obvio que necesitamos otra estrategia para enfrentar la crisis de inseguridad que está viviendo el país y que no se ha resuelto con la intervención de las fuerzas armadas. Algo anda muy mal en esta materia y no basta, ni remotamente, decir que algún día se ganará esta guerra incivil o que los delincuentes cobrarán conciencia de su conducta y se apaciguarán.
Segundo, es necesario corregir —que no desechar— la política social asistencialista, basada solamente en programas de reparto de dinero a poblaciones elegidas por razones electorales. Esa política no solo ha distorsionado el papel del Estado en la lucha contra la pobreza y la desigualdad, sino que ha bloqueado la consolidación del Estado social y democrático de derecho. No es a través de limosnas sino de la garantía de los derechos sociales, económicos, culturales y ambientales que podrá romperse el cierre social que divide al país.
Tercero, debe abandonarse el modelo neoliberal, pero no el mercado. Necesitamos una economía bien regulada y capaz de generar empleo. El Estado debe ser garante de los derechos laborales sin excepción, en el campo y en la ciudad. Las condiciones laborales de México son deleznables y eso no cambiará sino a través de la reconversión del trabajo, incluyendo el respaldo inequívoco a la producción de alimentos. Además, la política económica no puede seguir ignorando el desafío del calentamiento global y la destrucción de la biodiversidad.
Para que el Estado cumpla sus cometidos, es urgente (cuarto punto) la reforma del sistema fiscal. Mientras prevalezca el arcaico sistema impositivo que hoy tenemos, será imposible combatir la desigualdad, abatir la concentración del ingreso, financiar los derechos sociales, afianzar el federalismo y potenciar la competitividad económica. El sistema fiscal se ha convertido en un lastre para el desarrollo.
En línea con lo anterior (quinto punto) es preciso reconocer que el federalismo se ha vuelto disfuncional. Volvimos al presidencialismo, al centralismo y a la anulación de las posibilidades de cooperación entre niveles de gobierno. Es necesario reformar el federalismo y rediseñar el papel que le corresponde jugar a los municipios, con toda su diversidad. La democracia mexicana no podrá arraigarse de manera definitiva sin un federalismo vivo y activo, no sometido.
En sexto lugar, hay que reconocer que las instituciones mexicanas han dejado de ser armoniosas entre sí y con los problemas que deben afrontar. En fechas recientes, en vez de poner en marcha una amplia reforma del gobierno, avanzar en la profesionalización y consolidar las reglas para combatir cualquier forma de corrupción, se optó por la austeridad y la captura política de las administraciones públicas. Hoy es obvio que el diseño de los gobiernos ya no corresponde con las circunstancias en las que están actuando. Emprender la reforma del gobierno es una tarea urgente.
Y sí, también, es necesario volver a la deliberación sobre las ventajas y las limitaciones del sistema electoral. Pero no para extinguirlo por inanición, sino para afirmar la soberanía popular en la integración, la vigilancia y el control democrático de la autoridad y quebrar la corrupción política que corre libre como el viento.
Este listado no incluye la política externa. Pero ayuda a romper el diálogo entre sordos: AMLO sí, AMLO no. ¿Habrá manera de debatir a fondo los asuntos listados, algún día? ¿Hay alguien ahí?