Hasta las tres de la tarde, vimos una elección esperanzadora. Las y los ciudadanos salimos a votar como nunca. Derrotamos el miedo y volvimos a dar una cátedra de participación ciudadana. A todas luces, la gran mayoría ha comprendido que la única fuente de legitimidad del poder político depende de los votos emitidos y ha demostrado que está dispuesta a defender esa convicción. Es una posición popular que no existía en el siglo pasado y que, a juzgar por la conducta masiva de ayer, promete arraigarse en el futuro.
En contrapartida, se me cae el argumento según el cual los pueblos tienen el gobierno que merecen. No, al menos, al confrontar la conducta de las y los electores durante las primeras horas del día de ayer, con la que adoptaron los partidos y sus dirigentes a partir de las seis de la tarde. Hasta bien entrada la noche, ninguno de ellos --escribo en masculino porque todos son hombres-- había reconocido el triunfo de sus adversarios y todos salieron a declararse ganadores. En esas horas le escribí a un amigo: a juzgar por lo que están diciendo, tenemos una democracia generosa en la que todos ganan.
Por eso creo, también, que ayer se inauguró el principio del fin de un ciclo partidista que perduró por más de tres décadas. En esta elección esas organizaciones fueron todavía protagonistas, pero lo fueron a cambio de abandonar sus trayectorias para fundirse en una coalición que no tuvo identidad propia, ni ideología, ni programa compartido. Se reunieron para sobrevivir a la ofensiva del presidente López Obrador y nada más. Y haciéndolo así, paradójicamente, le otorgaron a su némesis el argumento más potente: que sus oposiciones fueron y siguen siendo indistinguibles entre sí.
De su parte, Morena y sus aliados tampoco se consolidarán (a despecho de sus resultados) después de estos comicios, pues su hechura y su organización interna dependen por completo de la voluntad del presidente. Ese movimiento fue fundado por y para López Obrador y, en este sentido, ha sido un éxito. Empero, para sobrevivir sin la presencia constante de su líder y lidiar con las responsabilidades públicas que afrontarán en el próximo sexenio, tendrán que romper con su creador y darse una dirigencia, a un tiempo, audaz y estable. Como lo dijo Felipe González: también se muere de éxito.
Sabíamos que algo así sucedería: que Morena se llevaría la presidencia. Era prácticamente imposible derrotar a la maquinaria política que fue aceitando el presidente López Obrador para favorecer a su heredera. Pero también intuíamos que, a pesar de ese respaldo, era improbable que Morena consiguiera la mayoría calificada en el Congreso. Y sabíamos, por último, que los partidos habrían de prolongar la salida de esta contienda hasta el último aliento jurídico y político posible. Tras las campañas de dos años, ahora vendrá el litigio en tribunales y la continuación de los conflictos a través de las declaraciones, las acusaciones mutuas y el largo recorrido de las impugnaciones.
Deseo sinceramente que el recuento oficial de votos que harán los órganos electorales durante esta semana y los litigios que habrá de resolver el Tribunal Electoral, a pesar de sus vacantes, logren anclarse en la serenidad y la prudencia de las instituciones responsables de llevar a buen puerto ambas tareas. Pero advierto que no será sencillo. No alcanzo a ver --pese a que me gustaría mucho-- que ninguno de los grupos que se disputan el poder político esté dispuesto a abrir la puerta de la reconciliación después de la batalla. Lo escribí antes de los comicios y lo ratifico ahora: al llegar la noche de anoche, apagamos las luces a sabiendas de que, hoy, la polarización y los conflictos seguirán ahí.
Por mi parte, tuve un sueño: que algún día llegaría otra clase política.