El gobierno de Jalisco ha emprendido una ofensiva total en contra de la Universidad de Guadalajara: a través de una serie de decisiones administrativas ajenas a la comunidad universitaria y de dos desplegados suscritos por los tres poderes de la entidad y por algunos de sus alcaldes más influyentes, le exigió a sus académicos que suspendan cualquier crítica a las autoridades locales y atenazó con el control de su presupuesto anunciando, entre líneas, el posible uso de medios legales para evitar la “desestabilización” del estado.

Lo que dice el primero de esos desplegados ominosos —e inéditos en la historia de la entidad— es que “la autonomía de la Universidad de Guadalajara es de cátedra (y nada más): no está por encima de los Poderes Públicos y nuestro marco constitucional. La Universidad de Guadalajara es un organismo público desconcentrado del gobierno de Jalisco (y su presupuesto) es propuesto por el Poder Ejecutivo, aprobado por el Poder Legislativo y regulado por el Poder Judicial (sic). Con el mismo método, su presupuesto puede ser modificado”. Y añade: “la Universidad de Guadalajara no fue creada para desestabilizar al estado”. Sin mencionar nombres ni destinatarios, el desplegado está encabezado con una amenaza explícita: “No se puede usar a la Universidad de Guadalajara para cuidar los negocios de un grupo político. Ya basta”.

El gobierno del estado no dice quiénes integran ese grupo político ni cuáles son los negocios a los que alude. Es una redacción sibilina en la que puede caber cualquier persona vinculada a la universidad pública estatal más importante de México, sin que hasta la fecha se haya presentado ninguna denuncia formal por la supuesta existencia de esos asuntos turbios. En cambio, es bien sabido que el presidente de la República ha mencionado varias veces el nombre de Raúl Padilla —ex rector de la UDG y presidente de la Feria Internacional del Libro— como la cabeza que debe cortarse para comenzar a podar las ramas de una universidad tradicionalmente rebelde e incómoda.

En respuesta a esa ofensiva, la comunidad de la UDG —estudiantes, trabajadores y profesores— salió a las calles de Guadalajara el jueves pasado, en la marcha universitaria más grande de la que se tenga memoria en Jalisco, para defender no sólo la libertad de cátedra —que concede, generoso, el gobierno de la entidad— sino de pensamiento crítico, de opinión y de participación en todos los asuntos públicos del país. Las y los universitarios salieron a expresar su rechazo a la mordaza y al control gubernamental anunciados por el gobierno de Enrique Alfaro en aquellos dos desplegados.

Nadie sabe hasta dónde puede llegar este nuevo conflicto. Pero es imposible desligarlo de la ya muy abultada secuencia de desencuentros que han venido ocurriendo entre las universidades públicas, los centros públicos de investigación y el gobierno, como parte de una estrategia deliberada para cortarles las alas y someterlas a la línea dictada desde el poder. Es la misma historia del CIDE —y de otras instituciones similares—, es la que explica los problemas que ha venido enfrentando la UNAM; es la que tiene en la ruina a quince universidades públicas de otros estados; y es la que, ahora, está desafiando la armonía y la viabilidad de la UDG: la segunda casa de estudios en México.

No es un asunto local ni una disputa entre líderes contrapuestos, aunque también sea eso. El conflicto que está viviendo Jalisco viene de fuera y está echando más leña al fuego de la polarización nacional que está incendiando al país. No ayuda en nada, no resuelve nada, no corrige nada, porque su única obsesión es quitar a unos para poner a otros, sin más propósito que garantizar la obediencia al que manda, mientras todos los demás callan.

Investigador de la Universidad de Guadalajara
 

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