Las elecciones no se ganan con razones sino con emociones. Por eso es tan difícil hacer que las campañas sean procesos deliberativos, para discutir problemas y comparar programas. Lo que acaba dirimiendo una contienda electoral no es la inteligencia sino la empatía. Son muy pocos los que votan usando la cabeza: la mayoría lo hace con el corazón o, peor aún, con el estómago.
Las que viviremos en el 2021 tendrán el agravante del culto a la personalidad del presidente, edificado con denuedo por él mismo y por quienes forman parte de su iglesia, tristemente confirmado por la alianza que se ha venido construyendo para defenestrarlo. Mientras unos aplauden cualquier cosa que haga o diga el jefe del Ejecutivo —así sea la mentira más rotunda— los otros le niegan cualquier posibilidad de tener éxito en cualquiera de sus decisiones. De modo que la polarización ya no es un riesgo sino una condición presente que crecerá hasta el paroxismo durante los seis meses siguientes.
Para tocar las fibras más sensibles de la gente es mucho más eficaz apelar a las huellas de dolor. Conducidas por las emociones, las campañas políticas necesitan culpas y culpables. Por eso serán mucho más valiosas las acusaciones y las denuncias personales que cualquier proyecto novedoso. Y en la situación en la que estamos, esa dinámica ya es imparable: para el gobierno federal, todos sus opositores y todos sus críticos son culpables de los problemas que está viviendo México, sin excepción. Y para las oposiciones, todos los problemas obedecen a la concentración excesiva de poder y a la impericia del gobierno.
Para el presidente y sus acólitos no existe ni debe darse espacio a la pluralidad, pues la transformación en curso responde a un programa hermético y previamente diseñado que no admite la más mínima fisura. La crítica o la oposición tienen derecho a existir, acaso, como testimonio de las resistencias del pasado y como evidencia de la epopeya que se está escribiendo, pero de ninguna manera como opciones de futuro. De ellas no debe quedar piedra sobre piedra.
Y en la acera de enfrente, los tres partidos que en su momento encarnaron esa promesa de pluralidad han decidido traicionarla y renunciar a sus programas propios en aras del rechazo al presidente. No hay nada que los entrelace que no sea el afán de culpar al gobierno federal, sin matices ni indulgencias, de todos los males que nos aquejan. Entre ellos no hay identidad política común, ni ideologías afines, ni proyectos compartidos. No hay nada más que la aceptación explícita de una declaración de guerra.
En estas circunstancias, abundan los culpables y escasean las soluciones. Viviremos campañas inevitablemente tóxicas, a pesar de que ambos bandos se asientan en premisas falsas: a menos que ocurriera un holocausto. los partidarios de la visión única emanada del poder presidencial tendrán que seguir viviendo y conviviendo con quienes divergen del proyecto todavía hegemónico, mientras que los militantes de los tres partidos que pugnan por sobrevivir entrelazados, tendrán que inventarse algún destino que no sea solamente destruir a su adversario. Pero mientras eso ocurre —si es que ocurre— el discurso político seguirá dominado inexorablemente por la busca de culpas y culpables. Unos y otros seguirán moviendo el corazón y los estómagos tratando de sumar los votos que necesitan como oxígeno. Y entretanto, los problemas nacionales seguirán creciendo como hongos.
Hay que cobrar conciencia de lo que ya estamos viviendo: desafíos acumulados y cada vez más graves que, sin embargo, tendremos que afrontar por otras vías pues, a estas alturas, ya es evidente que no podremos pedir peras al olmo. No será una competencia entre propuestas viables sino entre juicios en los que todos serán culpables.