El presidente ha decidido terminar su sexenio aplastando: destruirá al Poder Judicial porque desprecia a quienes lo integran; extinguirá a los órganos autónomos porque desconfía de ellos; someterá a las instituciones electorales por esas mismas razones; anulará la pluralidad política porque las minorías son rebeldes; consolidará el poder de las fuerzas armadas y devastará a la burocracia civil porque le parece abyecta y corrupta; empoderará a las fiscalías para meter a la cárcel a quienes desobedezcan. Todo eso se votará en el Congreso con la mayoría fabricada desde el poder, porque así lo ha decidido López Obrador.

Pudo haber terminado de otra manera, reivindicando el discurso político igualitario que le llevó a refrendar (e incluso ensanchar) su respaldo social en las elecciones del 2 de junio y cerrando su gira de despedida por el país inaugurando las obras públicas del sexenio y repitiendo, como su legado fundamental, los lemas que fue usando a lo largo de su trayectoria política: “por el bien de todos, primero los pobres”, “no debe haber gobierno rico con pueblo pobre”, “por la revolución de las conciencias”, “abrazos y no balazos”, “las escaleras se barren de arriba hacia abajo”, etcétera. Nadie sensato le habría escatimado el éxito de su potente capacidad oratoria ni el liderazgo político que ha ejercido con creces.

Pero quiere más: se ha propuesto terminar el sexenio con un nuevo régimen, en el que no quede nada de lo que heredó en 2018 y ha decidido aprovechar hasta el último aliento para devastar a sus adversarios. “A los hombres se les ha de mimar o aplastar (decía Nicolás Maquiavelo) pues se vengan de las ofensas ligeras, pero no de las graves; por eso, la afrenta que se haga a un hombre debe ser tal que no haya ocasión de temer su venganza”. El problema de ese consejo que está siguiendo AMLO al pie de la letra es su dimensión: puede aplastarse a uno, a varios, e incluso a muchos de quienes consideramos que la concentración excesiva del poder público es el veneno de la democracia. Pero el encono del presidente no puede justificar todo, menos aún, cuando es innecesario porque ya se ha ganado todo. Que no quede piedra sobre piedra, parece ser la consigna.

Teniendo el pleito ganado, decidió sacar la pistola. No sólo le llenó la plana a la presidenta que le sucederá, sino que le dejará la secuela de esas decisiones hostiles que ocuparán buena parte del sexenio siguiente. Si de veras se va (cosa que no creo, ni tantito) lo hará dejando un tiradero en la casa, pues será indispensable reintegrar al Poder Judicial, honrar derechos constitucionales cuyos órganos garantes habrán desaparecido, lidiar con una economía amenazada por el desorden político, organizar elecciones creíbles sin INE y sin tribunales autónomos, repartir dinero mientras se pagan deudas y pensiones acumuladas, afrontar la violencia de los cárteles abrazados y negociar acuerdos y relaciones con países que nos habrán dado la espalda. Y si se queda (disfrazado de consejero oficioso), no podrá retractarse de las decisiones tomadas.

En México, los presidentes que se equivocan al final del periodo ya no son recordados por lo que hicieron bien. ¿Es necesario hacer una lista? La última reelección de Porfirio Díaz; la reelección de Obregón; el Maximato de Calles; el 2 de octubre de Díaz Ordaz; la crisis económica de Echeverría y de López Portillo (la docena trágica); el fraude del 88 con De la Madrid; la rebelión zapatista, el magnicidio de Colosio y el error de diciembre de Salinas; la derrota de Ernesto Zedillo; con Vicente Fox, el desastre electoral del 2006; la guerra de Calderón; la Casa Blanca y Ayotzinapa con Peña Nieto. ¿Alguien recuerda algo más? Pronto habrá otra línea en la lista: el Plan C, de López Obrador.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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