El presidente ha estado jugando con la idea de dejar el cargo. Pugnó con tenacidad por la revocación del mandato, para que la gente decidiera si debía continuar al frente del Ejecutivo en las elecciones intermedias del próximo año. No logró que esa decisión se superpusiera a la renovación de la Cámara de Diputados, pero sí que se dejara plasmada en la Constitución para votar por su permanencia o por su salida, eventualmente, en marzo del 2022. Obstinado, hace poco volvió a plantear su deseo de hacer coincidir ese plebiscito con las elecciones legislativas del próximo año y, en varias intervenciones, ha sugerido que si su popularidad disminuyera por debajo del 20 por ciento, renunciaría. Incluso le puso fecha: si perdiera simpatía popular, dijo, se iría el 1 de diciembre del 2020.

Si se trataba de lanzar un anzuelo, seguramente habrá tenido éxito: buena parte de sus adversarios no sólo verían con simpatía que se fuera antes sino que, de hecho, estarían buscando que eso suceda. Atrapados por la caña del experto en sacar ventaja de la polarización, esos detractores le estarían ofreciendo el espacio que necesita para mantenerse en plena beligerancia y presentar cada una de sus decisiones como un triunfo del pueblo sobre los conservadores. No se olvide que el presidente ha pasado la mayor parte de su vida profesional en campaña, incluyendo el tiempo en que gobernó la Ciudad de México, gracias al frente que le ofreció entonces el inexperto Vicente Fox (quien a la postre acabaría siendo, por antagonismo, su principal promotor).

A todas luces, Andrés Manuel López Obrador es mejor en la calle que en el escritorio. No le gusta la administración pública y dudo mucho que tenga alguna intención de apreciarla durante el ejercicio del cargo. Lo suyo, lo suyo, es la lógica de partido y la cancha de la disputa: el ring donde se pelea a puño limpio, donde se mide con la gente de carne y hueso y donde se plantean los combates definitivos para ganar o perder el poder. Gobernar sin pelear y sin epopeya –ya se ha dicho mil veces— no está en su destino deseado. Por eso necesita la revocación del mandato: para mantenerse vigente en el campo de la batalla, como el militante incansable que se niega a ejercer como titular del Estado y, mucho menos, como jefe de la burocracia.

El presidente quiere someterse al proceso de revocación de mandato, para poder sostener que quienes pugnan por su salida son simplemente golpistas. Y para afirmar, en cambio, que el pueblo bueno lo respaldará sin dudarlo. ¿Quién es ese pueblo? Respuesta: sus partidarios de buena fe y los beneficiarios de sus programas sociales, que son clientelas electorales del nuevo aparato político dominante. De modo que solo caben dos escenarios posteriores al plebiscito al que nos convocan: el triunfo ratificado del líder indiscutible o el llamado a la rebelión tras el fraude orquestado por los neoliberales. ¿Quién protagonizará entonces la vida política del país: Su Alteza Serenísima o el Comandante López?

A la luz de la crisis que estamos sorteando y en medio de la incertidumbre sobre su desenlace, poner todas las decisiones y los recursos del gobierno en clave de campaña política para ungir o defenestrar al imán del poder nacional, es inaceptable. Si algo hundió en su momento al régimen de partidos, fue su obsesión por ganar votos de cualquier modo hasta el límite de la corrupción. Reproducir esa mecánica para afirmar o minar el poder de un solo hombre es el paroxismo de aquella patología.

Es urgente cancelar la revocación: el presidente debe gobernar por seis años y punto. Para eso fue electo: para dirigir la administración pública federal del país y no para hacer campañas políticas permanentes. De sus decisiones, tendrá que dar cuenta. Pero en el 2022 habrá que revivir las instituciones y levantar el país, no llevarlo a la antesala de la guerra civil.

Investigador del CIDE

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