La teoría de los peces gordos está de regreso. Si alguna vez creímos que sería superada, hoy es preciso admitir que esa esperanza ya está quebrada, al menos por lo que resta de este sexenio. No sólo se perdió ya la primera parte sino que, a juzgar por las dificultades que habrán de afrontarse después, parece imposible que la lucha contra la corrupción se convierta en algo más que la persecución de corruptos a modo.

Por supuesto que es imprescindible castigar a quienes han medrado con la función pública, a quienes han convertido el erario en negocio privado o lo han aceptado para financiar su carrera política. Nadie que haya cometido esos delitos debería escapar con impunidad. Sin embargo, mientras no se cambien las aguas en las que nadaron felices, los peces gordos seguirán reproduciéndose cada sexenio y siempre habrá uno o un puñado a la carta. Hoy es el turno de Emilio Lozoya y sus cómplices pero después vendrán otros, como antes La Quina, Raúl Salinas, Elba Esther Gordillo, los gobernadores adversos o los funcionarios rebeldes en una lista tan larga como la voluntad política en turno.

Es mucho menos probable, en cambio, que se cancelen las causas fundamentales que han propiciado la corrupción. La captura de los puestos y de los presupuestos es la más potente de todas y no sólo sigue ocurriendo sino que ahora, además, ha venido cobrando carta de legitimidad. Como siempre, los puestos principales están reservados a los leales y a los amigos. Pero ahora hay una nueva justificación: erradicar para siempre a los conservadores que ocupaban los cargos. La experiencia, que alguna vez fue considerada como una virtud, hoy es estigmatizada como una prueba de pertenencia al pasado mientras que la lealtad a la 4T es mucho más apreciada que cualquier título o trayectoria profesional.

De otro lado, el usufructo discrecional de atribuciones y gastos es otra de las causas sempiternas de corrupción. Cuando todo se justifica por razones políticas, los recursos se vuelven medios para acrecentar el poder propio: convienen si contribuyen a los fines del grupo y si no, se recortan en nombre de la austeridad. El dinero público se asigna, eso sí, a nombre del pueblo, pero solo para consolidar el proyecto político en curso. Tanto, que esa discrecionalidad quiere ahora llevarse a la ley para que el titular del ejecutivo pueda colocar el dinero con libertad, sin pasar por la estorbosa sanción de los diputados.

Por último, dar cuenta de la forma en que usan esos recursos y abrirse a la vigilancia pública no ha estado nunca en la agenda del presidente. Cuando fue jefe de gobierno del DF, bloqueó tanto como pudo la creación y la operación del órgano garante de transparencia. Lo hacía con la convicción de que se trataba de un arma al servicio de sus adversarios y hoy, como presidente de la República, sigue haciendo lo mismo: se opone con uñas y dientes a las atribuciones y la función del INAI. Dice que, en todo caso, para eso sirven las mañaneras. El recuento es más largo y decepcionante, en tanto que las prácticas que han favorecido y arraigado a la corrupción se siguen reproduciendo.

Quizás por eso se ha inaugurado la nueva temporada de pesca que no concluirá sino hasta que pasen las elecciones del año siguiente. Se dirá que se está erradicando la corrupción, habrá muchas declaraciones, se saciará el ánimo justiciero del pueblo y se añadirán argumentos a la campaña política permanente del presidente de la República; caerán otros peces gordos incluyendo, quizás, a alguno o algunos expresidentes y habrá jaleo y fiesta. Pero las causas fundamentales de la corrupción seguirán siendo vigentes.

Dado que este gobierno ya perdió el rumbo, habrá que seguir luchando, incansables, para erradicar esas causas que no dependen solo de personas corruptas sino de sistemas políticos capturados, exactamente como el actual.


Investigador del CIDE

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