No sólo hay una contradicción flagrante entre el discurso oficial según el cual Morena cuenta con el respaldo de una mayoría aplastante y permanente, y su obsesión de someter al INE hasta en el último de sus rincones; también hay una posición esquizoide entre los hechos que definen la conducta que ha seguido el gobierno en materia electoral y su falsa situación de víctima. No hay manera de reconciliar esas posturas: lo que estamos viendo, a la luz del día y ya sin lugar a dudas, es una ofensiva política deliberada para controlar las elecciones y, eventualmente, decidir sus resultados.
Lo único que no falló, ni antes ni durante la jornada electoral del 10 de abril, fue el INE. Cumplió su cometido, siguiendo una ley promulgada al diez para las doce y cargada de dificultades; con un presupuesto recortado abierta y deliberadamente para hacerlo tropezar e inventarle culpas falsas; con amenazas a sus consejeros; con insultos y agresiones proferidas sin tregua desde dos poderes públicos —el Ejecutivo y el Legislativo—; con conductas abiertamente ilegales y francamente desafiantes de los principales funcionarios públicos; con dinero opaco que fluyó como agua a lo largo del proceso, desde la recolección de firmas para convocar a la revocación/ratificación, hasta la campaña política prohibida que se desplegó por todo el territorio nacional. Y a pesar de todo, el INE cumplió a pie juntillas. Casi todos vimos ambas cosas (o al menos, quienes nos negamos a cerrar los ojos): los excesos del gobierno y el éxito del INE.
Pero más allá de la evidencia, el guion ya estaba escrito: desde mucho antes de esa jornada —y viniera como viniera el resultado— el régimen había diseñado una ofensiva implacable en contra de esa institución, acusándola de lo que fuera, desde donde fuera y como fuera. El propio jefe del Ejecutivo se dio el lujo de hablar de trampas y fraudes cometidos al despuntar apenas el día siguiente, sin esgrimir más nada que las consecuencias de sus propias decisiones. ¿Por qué tendría que enderezarse este ataque coordinado si tanto su investidura como su ratificación simbólica fueron confirmadas por este mismo órgano autónomo del Estado mexicano? ¿De qué se duele el presidente si las reglas que se han empleado para organizar las elecciones fueron decididas y reformadas por su partido? ¿La rabia responde acaso a su deseo de romperlas cada vez que lo considere necesario, sin obstáculos ni trabas de ninguna especie?
No hay ninguna explicación para justificar esa ofensiva, que no lleve a suponer que el presidente y su partido quieren, lisa y llanamente, que el INE se someta y obedezca. Pero esa sola idea traiciona décadas de lucha política y social para arrancarle a los gobiernos mexicanos el control electoral y desdice la ruta democrática que llevó a López Obrador al sitio que hoy ocupa. Mostrando una y otra vez la cicatriz que le dejó el IFE del 2006, el presidente está peleando contra un organismo completamente diferente, gobernado por otras personas y con otras reglas. Pero lo más grave es que lo está haciendo para restaurar el orden político que perdió legitimidad desde el año 1988 y utilizando —tristemente- el mismo argumento que justificaba todo en esa época: el del fraude patriótico, en aras del proyecto revolucionario respaldado por la mayoría.
El INE del 2022 está siendo víctima, acaso, de una venganza añejada contra el IFE del 2006 y cobrada con las armas de una Comisión Federal Electoral extinguida hace más de treinta años, cuando era inadmisible que el gobierno organizara las elecciones en las que siempre resultaba triunfador. Si el presidente y su partido porfían en esta ofensiva para hacerse del control del INE, no se habrán disparado en los pies sino en el corazón de su propia legitimidad.