De hecho, no se irá nunca. Logró lo que quería: hacer historia y convertirse en una estampa más de los libros donde se registra el listado de los próceres. Habrá murales, estatuas, calles, pueblos, colonias y avenidas que recordarán su nombre para siempre. Logró que su partido ganara casi todo el poder político, incluyendo un toque de resistencia tolerable para legitimar su fuerza. Logró cambiar el régimen político: sometió a los poderes Legislativo y Judicial, sometió el federalismo y está en curso la anulación de los órganos autónomos de contrapeso.

Logró que el lema del sexenio se convirtiera en un mantra repetido en todas partes: “por el bien de todos, primero los pobres”. Como lo escribió Carlos Heredia hace apenas unos días: “sacudió a la clase política y a las élites mexicanas que durante décadas vieron como cosa normal y natural que más de la mitad de nuestros compatriotas sobrevivieran en la exclusión y el abandono”. Logró que no hubiera ruptura sexenal, asegurando el triunfo de quien hizo su carrera bajo su sombra y de quien se ha comprometido con lealtad total a honrar su ideario hasta el final. Logró dejar al mando del partido que creó ꟷa su imagen y semejanzaꟷ a una de sus más jóvenes y fieles seguidoras y, en la organización y movilización de sus militantes, a su propio hijo. Logró que sus opositores se destruyeran a sí mismos, que sus adversarios encajaran su derrota y que sus críticos se achiquen: cada vez hay menos y cada día crece el número de quienes han optado por sumarse a la (¿cómo llamarla?) racionalidad pragmática que lleva a las mieles de la cercanía.

No. No se va porque dejó una agenda en curso: falta la reforma electoral que exigirá la elección de consejeras y consejeros del INE y que extinguirá el servicio profesional electoral que ha organizado los comicios del país desde finales del siglo previo. Falta la extinción del Inai, ese estorbo cuyo presupuesto se usará para repartir becas y evitar esa monserga de la garantía del acceso a la información; falta también que desaparezca el Coneval, que tiene la pésima costumbre de medir los resultados de la política social de manera independiente; y falta que todos los órganos reguladores de la competencia económica y de la producción de energía desaparezcan, entre un etcétera diseñado para ejercer el poder político sin restricciones. Que nadie tenga duda: las mayorías calificadas de ambas cámaras del Legislativo federal (incluyendo al inefable Yunes) y la mayoría de los congresos estatales seguirán cumpliendo esa agenda sin modificarle una coma. Acaso, votarán a favor de la eliminación de las y los diputados y senadores de representación proporcional, porque así lo decidió la (todavía) presidenta electa para redondear el sueño de la concentración absoluta de los mandos.

Pero ya antes de pasar la banda presidencial a su heredera (del mismo modo en que le cedió el bastón de mando y con las mismas consecuencias) logró que el Poder Judicial sea renovado por completo para asimilarse a la mayoría que controla su partido; logró que la Guardia Nacional sea, ya, una pieza más de las fuerzas armadas que se pusieron a sus pies (¡ay, perdón!) y logró que tuvieran facultades de investigación para integrar expedientes con el ministerio público (¿qué no eran autónomos, los fiscales de la FGR? ¡Ay, perdón otra vez!) y logró, además, que el monopolio legítimo de la coacción se ensanchara con la lista de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa, incluyendo los fiscales (los otros fiscales: los del dinero) cuya investigación depende de la Unidad de Inteligencia Financiera que hoy controla el líder de la KGB en su versión vernácula (¡Ay de mí, imprudente!).

Que nadie se inquiete en el país. No pasa nada: el líder no se va.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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