Podría haber empezado este artículo escribiendo: se veía venir. Lo sabíamos desde hace mucho, porque el presidente nos lo dijo con toda claridad y porque el aparato político que lo respalda ha venido repitiendo y amplificando la idea según la cual el Poder Judicial es despreciable. Se dijo sin matices y se dijo varias veces, tanto por el titular del Ejecutivo cuanto, y más, por sus ecos partidarios. Nada de lo que está pasando es sorpresivo: es una guerra diseñada y orquestada paso a paso.
Desde un principio se ha venido repitiendo que los ministros son codiciosos y corruptos, conservadores, y que negocian el cumplimiento de la ley; se ha dicho muchas veces que, salvo muy contadas excepciones, las y los jueces están dispuestos a emitir sentencias a cambio de dinero y/o de prebendas y que, incluso, han sido aliados de los cárteles del crimen organizado y enemigos de las fiscalías y de las fuerzas armadas. De otra parte, se ha dicho, una y otra vez, que las y los ministros ganan demasiado, que el Poder Judicial tiene mucho más dinero del que necesita y que las y los juzgadores están plagados de privilegios.
En algunas de sus conferencias de prensa, el presidente reveló que fracasó su estrategia para controlar las decisiones de la Corte, imponiendo una mayoría de ministros y ministras obedientes. Dijo también que confió en las habilidades del ministro Zaldívar Lelo de Larrea para someter al Poder Judicial a las decisiones tomadas en Palacio, pero su gran amigo tampoco lo logró. Dijo que se abstuvo de presentar una reforma constitucional completa, porque en ese momento tenía otras prioridades. Ha dicho que ese poder rebelde ha sido uno de los principales obstáculos para los fines políticos de su proyecto, porque las y los jueces han insistido, mediante amparos, en que la ley es la ley. Y ha sostenido, en fin, que lo más deseable sería elegir por voto popular a quienes integran la Corte de Justicia, para que respondan a la mayoría política de la nación. ¿Qué parte nos perdimos de esta historia?
En mayo pasado escribí en estas mismas páginas que “el choque contra el Poder Judicial está diseñado para romper los muros que eventualmente impidan que siga el curso de la Historia –con mayúsculas– mediante un blitzkrieg que incluye el denuesto y la arenga desde las mañaneras, la movilización masiva en contra de ministras y ministros en los edificios y las sedes donde despacha la Corte, las agresiones directas contra la titular de ese Poder, y la desobediencia franca o simulada a sus sentencias (como sucedió ya en el caso de las obras consideradas de seguridad nacional e interés público). Se trata de vencerlos a cualquier costo y lo más rápido posible, para desmantelar su legitimidad y evitar que las decisiones ya tomadas –y las que vendrán—se caigan por razones constitucionales”. Seis meses después, el presidente ha doblado la apuesta y ha decidido llevar a ese poder al límite para crear un choque que sea definitivo. Nada de lo que ha venido sucediendo era secreto.
Y eso mismo puede decirse del final de este sexenio con el rompimiento de las normas electorales para anticipar campañas y eludir la fiscalización del gasto. Sabemos que las reglas de la competencia están y seguirán siendo vulneradas, sabemos que habrá manipulación del voto con dinero público escondido y presión política local, y sabemos que los resultados electorales que no sean favorables a las y los candidatos oficiales, serán desconocidos.
Lo sabemos con tanta claridad como sabíamos de la ofensiva contra la Corte. Pero seguimos actuando como si ignoráramos, ya sea por miedo, por desidia, por conveniencia o, quizás y tristemente, por convicción, como buscan los aliados de este régimen: que todo se destruya, para que todo renazca con el pueblo.